Pompas fúnebres (Relato políticamente incorrecto)

Resulta que la gente se muere, ¿vió? No quisiera abrir una discusión sobre el sentido de la vida, de dónde venimos, a dónde vamos y no somos nada. Sólo quiero dejar algunas instantáneas de la ceremonia mortuoria que fue mi programa de fin de semana y no precisamente por elección...

Decía que la gente se muere. No contenta con esto, alguna necesita además hacer de la muerte un acontecimiento público, una escena de figuración del dolor, la tristeza y la pérdida con espectadores a tono con la ocasión. He aquí, entonces, un velorio de tanos necrofílicos nativos o por opción.

Para no demorarme en el prólogo revisando parentescos, idiosincrasias y tomas de posición varias, digamos que el muerto en cuestión es el hermano de mi padre, el hijo de mi abuela, el cuñado de mi madre (diría mi tío, si las circunstancias fueran otras). A este buen hombre (en sentido absolutamente figurado) se le da por morirse este fin de semana con absoluto sentido de la oportunidad ya que desde este año la fecha de su deceso estará marcada en rojo en cada almanaque. Más allá de mis cálidas palabras hacia él (sí, soy la reencarnación de Cruella Devil y me hago tapaditos de dálmata y de parientes, ¿y qué?) el recuerdo más firme de la fecha será el de algunos de sus deudos...

Podemos arrancar con su señora esposa que en la madrugada llama a mi viejo para que se ocupe de los trámites y el certificado de defunción, mientras ella se lava la cabeza y plancha la camisa que el marido va a lucir en el cajón. O con los clásicos “pucheros” de múltiples allegados y no tanto, que en vida no daban dos mangos por el muerto, por los vivos, por el mismísimo dios.

Pero la idea del post era un poco más jocosa, el chiste está en el espacio y en la situación. ¿Por qué? Por la sala velatoria con falsos jarrones de plata repujados y piso símil mármol de flexiplast. Por los 6 cirios eléctricos al lado del cajón, con llama de lámparas “vela” blancas, o el crucifijo grande iluminado con dos tubos cruzados de neón azul, que parecían robados de Jesucristo Superstar... Por el cuadro en la “salita” donde esperaba la familia, que con la mejor buena voluntad era en un ángel, pero a simple vista era una versión medio porno de Leda y el Cisne tamaño A3. Por las coronas que compiten en mal gusto con olor a flores rancias y sus sentidos carteles con letras góticas doradas (que los deudos se desviven por no pagar).

Si ya el espacio es algo ridículo, lo son más las caras de circunstancia de los que llegan y sus fórmulas de cortesía del estilo “Lo lamento”, “Mi más sentido pésame” o mi all times favourite “Te acompaño en el sentimiento” (?). Por no nombrar a los que por los nervios mandan un desubicado “Te felicito”...

Yo los escucho a todos desde mi ubicación preferencial acompañando a mi abuela octogenaria, que como ya no ve muy bien encara a la turba de parientes y “paisanos” con un cocoliche rioplatense-brienzano “E vo’ chi sii?”, mientras yo miro para otro lado porque ni a palos reconozco al 20% de los que veo por ahí. Y de paso me aguanto a duras penas la risa de respuestas como “Raffaelluccio, de Za’ Teresa”, “Cataldino”, “Pipina, figlia di Cagaporta” (¡Y juro por dios que no invento!).

Mi otra abuela (la de los tomates), fanática de la socialidad post mortem, se apersona a dar sus condolencias porque, según su base de datos, “ellos al de nosotros vinieron”... En un sonoro llanto apenas verosímil se arroja a los brazos de la viuda gritando: “Ay, Suuuusaaaaaaana...” (El detalle que se le escapa es que la mina se llama Rosa Ana...)

Al rato cae el sacristán, amigo de la familia y arranca con el responso y la bendición. Más tarde viene el mismísimo cura párroco que bendice otra vez. Así van pasando las horas, mi abuela decide que no quiere irse a su casa y que está dispuesta a pasar la noche (aunque después, cada 25 minutos, pregunte “Ma ancora é giorno?” y más tarde “Che ora é?, cada 22”). Con mi abuela nos quedamos mi viejo, mi hermano y yo. Cerca de la una, cuando se fue el último desubicado que pasó a saludar en trasnoche, nos quedamos solos... La flaca de la sala velatoria empezó a apagar las luces y los 9 que quedamos (la viuda, sus hermanos, un matrimonio amigo, mi abuela, mi viejo, mi hermano y yo) nos acomodamos en los silloncitos.

En la oscuridad el sueño los fue venciendo uno a uno... Mi viejo, que había arrancado en la madrugada anterior, fue uno de los primeros, despatarrado en un sillón de un cuerpo; lo siguieron los hermanos (de ella, y mío). Mi abuela apenas si cabeceó. Pero la nota la dio el marido de la amiga que al rato nomás arrancó con unos ronquidos de padre y señor nuestro, que por un momento, temí, iban a despertar al mismísimo muerto. Después se durmió la flaca proveedora de Arlistán, que coronó la noche con un sonoro pedo. ¿Quién da más?

A la mañana, la viuda y el concuñado (a ver si me explico: el marido de la hermana del marido, que es también cuñado de mi padre) deciden que cuando lleguen los de la cochería van a alterar el circuito. Antes de salir para el cementerio van a “pasar” por la iglesia. Faltaba la bendición de cuerpo presente, la tercera es la vencida. (Parece que no estaban seguros de que tuviera los papeles en regla, a ver si no pasaba Migraciones...)

Sólo faltaba la despedida. Cómo es habitual en estas situaciones, la sobrina de mi viejo (la hija del marido de la hermana del muerto) lanzó su célebre condolencia puchereada: “Yo no quería que se muriera...” y todos nos fuimos en paz. Algunos al cementerio, con sus lágrimas prefabricadas; otros a casa, esperando no tener que verlos más.

Para el lado de los tomates...

Resulta que, otra vez, hubo ceremonia de tomates. Pero esta vez viene en variante no bucólica sino más bien realista, bizarra y con toques de humor negro ad-hoc. La cosa es más o menos así...

El "tomatero" trae la mercadería cuando él quiere (otra que "el cliente siempre tiene la razón") entonces el jueves se aparece con siete cajones de tomates (20% podridos, 30% medio verdes, 40% apenas pintones y 15 que eran un primor). Como me aclaran telefónicamente para asegurarse mi participación tenemos como agravante un tiempo límite: el viernes al mediodía hay gran almuerzo gran de la familia toda. Eso incluye el sector "capital" (que s-i-e-m-p-r-e amerita el uso de los platos "del juego", entrada y primer plato con guarnición y que motiva invariablemente el comentario de Hermano dirigido a Abuela: "Claaaaaaaro, como hoy vienen tus nietos hay tanta preparación..."). Pero además, sorpresivamente, al reluctante grupo compuesto por Madre y Padre que suelen negarse aludiendo compromisos contraídos con anticipación y que frecuentemente ocultan la decisión de Madre de abstenerse de participar de las comilonas de su progenitora y sus delirantes preparativos, que rechaza con convicción.

Cuando llego a la central productora, alrededor de las 20.30, después del laburo y con hambre de dos días porque mi heladera es un páramo de desolación encuentro: el proceso iniciado, a Tía (un alfeñique de 45 kilos, literalmente) arrastrando cajones por el comedor y a Abuela (principal supervisora de la producción) recostada con un probervial mareo que ella adjudica a "la cervicale" y el resto de la flia a su tendencia compulsiva al ataque al hígado fruto de la ingesta de variadas formas de grasa saturada, sodio y colesterol.

Ante el estado fatal de la materia prima, ésta se lava, se elige y se deja secar, pero toda precaución es insuficiente ante el avance incontenible de la putrefacción. Entonces todos los tomates sospechosos de no pasar la noche se cortan, se cocinan y se "machinan" sin dilación. Tres ollas tres llenas de pulpa van a la heladera esperando el embotellado y la cocción final a la luz del sol. Cerca de las 2 de la matina la planta completa de 2 (dos) operarias se va a la cama tras la ingesta de una cena que, siguiendo una clara escala involuptiva, pasó de la oferta de pastel de papas a unos fideítos y terminó siendo pan tostado en tostadora con queso y jamón.

El segundo día arranca al alba; 6.30 suena el despertador. Un balde de café amargo nos prepara para la jornada. Con el proceso apenas iniciado suena el teléfono. Madre avisa que en horas de la madrugada se produjo inesperado (pero esperado) deceso en familia-cercana-sector-Padre. Horror. Abuela y Tía se miran desoladas: queda fuertemente comprometida la mano de obra para la producción. Mientras tanto se inician, solapadamente, los comentarios prologados por la frase: "Che, ya que nos íbamos a ir al infierno de antes, dejame decirte una cosa..." Y se articulan menciones del siguiente tenor: "Qué sentido de la oportunidad, che", o el nunca bien ponderado: "Qué manera de joder hasta el final..." (Se apreciará el grado de afecto dirigido al finado en cuestión, "Dios lo tenga en la gloria, y no lo deje volver", como diría mi madre).

Tras evaluar la disponibilidad de las "fuerzas vivas" (nunca mejor dicho) y ante la llegada de Hermano, recibido como el Mesías del tomate de estación, decidimos proseguir con la tarea mientras el tema velatorio es organizado por Madre y Padre. Se viven, sin embargo, momentos críticos. Mientras colecciono ampollas en los dedos y salpicaduras de tomate, todas, Tía comienza a evaluar que mejor no ocupemos la cocina, porque tiene que quedar limpia para cuando llegue Tía Menor a almorzar (quien, vale la aclaración, manifestó expresamente su decisión de auto eximirse del proceso de elaboración). Tía, convencida, argumentaba: "Claro, este despelote no es para Marido de Tía Menor", mientras Hermano volcaba una olla de tomate humeante en la maquinita y yo revolvía otra con un cucharón. El horno no estaba para bollos, claro, pero faltaba aún la mención a una característica de la salsa que la vuelve inaceptable para Tía Menor: resulta que si no es lo suficientemente espesa, la tiene que "reducir" mucho durante la cocción. Tía viene mencionando este asunto en los últimos seis o siete años, generando risas, por momentos, e impulsos homicidas en mayor proporción.

Resumiendo, entonces: 7 cajones de tomates pasados, dos personas para laburar, salsa “aguachenta”, tooooooodo el mal humor, apuro para dejar todo limpio para cuando lleguen las visitas y perspectiva de descanso: velatorio suburbano de ser no querido y familia ad-hoc. Wonderfull, ¿no?

La llegada de Tía Menor y Flia se produce cuando la crisis había sido controlada, restando sólo llenado y cocción. Según lo acostumbrado, Tía Menor resuelve dar un par de indicaciones dignas de oráculo medio sin ton ni son, pero el proceso finaliza sin que haya que lamentar víctimas (fuera de la producida sin nuestra intervención, claro). Un año más de conserva, de tomates y de las relaciones de parentesco. A cuál más demandante de trabajo y dedicación.

Bueno aires me mata: Yo no quiero un celular, ¿y usted?

No quisiera pecar de fastidiosa, pero que lo soy, lo soy.
Entonces, propongo declarar persona no grata a cualquier cuidadano porteño mayor de 14 años que decida, en un medio de transporte público de pasajeros en hora pico, probar todos y cada uno de sus estúpidos ringtones.
Sumo gatillos de mi furia homicida: versiones monofónicas de Para Elisa; el Himno a la alegría o temas de reggaeton.
Publíquese y archívese.




PD. Casi un año después debo confesar que he sucumbido a los cantos de sirenas del marketing y adquirí mi fucking telefonito. Pero el espíritu de este post puede mantenerse intacto con un sintagma con mucho menos punch "Yo no quiero escuchar su celular, ¿y usted?"