Buenos Aires me mata: Gente que anda por ahí*

Muchas veces acumulamos broncas y fastidios por Buenos Aires, sus habitantes y sus odiosas costumbres. Otras, en cambio, disfrutamos de pequeños placeres que los vecinos de la urbe porteña tienen para ofrecer.

-Cuando llego tarde a tomar el subte (muchas, muchísimas veces, by the way) me olvido automáticamente del apuro, la corrida y el fastidio del apretuje del vagón cuando coincido en el viaje con un dúo de músicos que interpretan con violín y quena armonías del altiplano. Y no precisamente por la música (aunque vale aclarar que, para estándares de subte, tocan muy bien...), es sólo que esos dos, sus sonrisas y sus bromas al pasar la gorra, me caen decididamente bien.

-Trabajando en atención al público, son múltiples las quejas que recibo cada día por las más variadas razones (desde la limpieza de los baños a los fundamentos de complejas decisiones de política cultural o de los que pretenden que les recomiende películas u obras de teatro, cuál avezado crítico de espectáculos), pero ninguna me molesta tanto como la de los que se acercan buscando un bar que solía ubicarse en ese espacio y me recriminan su ausencia diciendo “pero si yo siempre vengo acá” (aunque hace al menos 4 meses que el dichoso bar no está). Y sin embargo, hace unos días apareció una viejita (nótese el diminutivo cariñoso que reemplaza al esperable "vieja de mierda"); tenía que esperar a una amiga en ese desaparecido bar. Cuando le confirmo que ya no funciona, se retira con un gesto compungido. Pero al rato vuelve, blandiendo una botellita de gaseosa y me encara: ¿Tiene un vasito? ¿Quiere que le convide? Ese gesto lunático de amable generosidad me alegró el día.

-Muchos odian los supermercados chinos, con razones más o menos xenófobas. A mí me encanta cuando la dueña del súper de mi cuadra me saluda con afecto y me dice “Chica” en su media lengua y me pregunta como me va en la facultad. Me recuerda mi experiencia de chica del conurbano, donde salir a “hacer los mandados” es una compleja experiencia de socialidad.

-Llegaba corriendo a un encuentro con amigos tras un periplo interminable de embotellamientos de tránsito. Zigzagueando por la calle Florida odié a todos y cada uno de los transeúntes. Hasta que casi casi en el lugar de la cita escucho a un flaco, prácticamente un adolescente, que busca impresionar a los turistas tocando la novena de Beethoven en una guitarra acústica. No pude evitar que me saltara la risa.

*Gracias a Liniers por este título (y ya que estamos, gracias por Liniers).

Golosina mental

Mi amiga injustificada recordó recientemente un consumo nostalgioso de copo de nieve... Y me puse a pensar en como algunos recuerdos viven envueltos en papel de caramelo.

Me acuerdo de esas bolsas de caramelos “Demi” que nos regalaba la Tía Buena, que vendían por peso y que llenabas de golosinas a elección en grandes baldes de madera. Mis preferidos eran los Fru-Fru de frutilla, que eran así de grandes y se pegaban a las muelas.

Me acuerdo que mi papá nos traía botellitas de Coca-Cola de la planta, y hojas de impresora de papel continuo para hacer dibujos “largos”. O aparecía los sábados con todas las “mermeladitas” que juntaba en los desayunos del hotel cordobés donde vivía durante la semana. O chocolatines Jack con muñequitos de Tarzán o los Titanes.

Me acuerdo de los veranos en el club y el reinado indiscutido del Naranjú, en ese sachet inmundo que se abría de una mordida, o ese que venía en una especie de pelota con piquito... (Y me acuerdo de vista, claro, porque mi madre, naturista indiscutida, o-d-i-a-b-a ese líquido hediondo y nos prohibía consumirlo, inventando inverosímiles materias primas de agua de zanja coloreada).

Me acuerdo de la hermana de mi abuelo, que siempre, siempre, cuando íbamos de visita nos saludaba con pellizcos en los cachetes y nos regalaba caramelos ½ Hora que odiábamos, pero comíamos, agradecidos, como niños educaditos que éramos.

Y me acuerdo de más grande de las compras estratégicas de kiosquito en la primaria. De los bomboncitos Cabsha, consumidos en una especie de ritual pseudo erótico con mi compañerito de banco de 7º grado. Y del bendito Dos corazones que esperé toda la preadolescencia en vano. Y que fue un fantástico fetiche hasta que el muchachito que a mí me encantaba y que moría por una de mis compañeras, en un arranque de levante descarado le compró el simbólico chocolate y se lo dejó de regalo arriba del banco, pero mordido... Un Dos corazones usado.

Esta anécdota viene envuelta en el recuerdo de ese compañerito de banco, googleado por nostalgia, y que hoy es un respetable abogado...

Allá lejos y hace tiempo...

De cómo los chicos pueden ser taaaaan crueles...

Mi mamá me mandaba a la escuela con un paquetito con unas pocas galletitas para el recreo. La medida de una porción pequeñita, como para no perder el apetito. Estaba en cuarto grado y era “la nueva” en un colegio privado medio pelo, pagado con terrible esfuerzo por mis padres, con algún que otro aporte de Tía Buena, ante el terror que se apoderó de Madre cuando en tercer grado en mi escuela pública del conurbano empezó a faltar sistemáticamente la maestra. Madre, una cabal hija de inmigrantes de una Argentina potencia, con confianza ciega en la movilidad social ascendente, no iba a dejarse ganar por los embates del analfabetismo inminente. Y así partimos hacia el uniforme bordó y el jumper gris y las medias ¾ y la corbatita horrible con elástico (¡cuánto los odiaba!).

Decía, yo era “la nueva” en un colegio pago, que le aportaba a cierta escoria del gran buenos aires una especie de autocomplacencia, de pechito inflado de orgullo de aspirante a nuevo rico, mezclada con permanentes deudores de cuotas y uniformes remendados, que vivían de la imagen. Una mañana (la recuerdo vívidamente) mientras nos preparábamos para salir al recreo, una compañerita, perteneciente claramente al segundo grupo, comparó mi paquetito con su bolsa gigantesca de galletas. Me encaró y me largó, despectivamente: -¿Eso sólo traés? Mi mamá nunca me da menos de ¼... Recuerdo patente el odio (no entiendo bien por qué, pero siento todavía el sabor agrio) y que desde algún lugar de mi ser de nena de 9 años le respondí una barbaridad, una bestialidad fuera de escala, de la que hoy todavía me arrepiento:- No se vos, pero cuando llego a casa mi mamá me espera con el almuerzo...

Creo que me arrepentí en el acto... Y dudo que para esa nena, por ajustada que fuera su situación, alguna comida diaria estuviera en juego. Pero inmediatamente después de decirlo (y se lo dije muy en serio) me golpeó fuerte que había tratado de defenderme burlándome del hambre ajena. A partir de ahí la escena se hace más borrosa. Creo que la nena se fue a jugar al recreo y que yo me quedé en el aula sola, en silencio. Y que guardé mis galletitas en la mochila sin tocarlas, con un nudo en la panza que vuelve cada vez que lo recuerdo.

La buena educación

Para mañana quiero que escriban oraciones con palabras con eme, dijo la señorita. Con dificultad, arrastrando el lápiz negro sobre el papel áspero del cuadernito, D. anotó los deberes.
Muchas veces le costaba entender a la maestra. Hablaba tan distinto a lo que hablaban en casa. A veces hasta sentía que la escuchaba en una radio mal sintonizada. Con el tiempo se fue acostumbrando, aprendiendo más y más palabras, articulando sonidos desconocidos, raros. Y se fue acostumbrando un poco más a los recreos, y al delantal blanco, y aprendió a jugar a la bolitas (rapidito fue en experto) y al rango. Mes a mes, de lectura en lectura y de dictado en dictado, el “nuevo” se fue adaptando.
Igual, muchas veces tenían que retarlo. Ante el menor descuido estaba tratando de treparse a los árboles del patio. Las manitos, toscas, se empapaban de tinta. Las rodillas peladas vivían en el barro. Y las “malas palabras”. ¡Cuántas veces ligó un reto por usar esas frases raras! “No vamos a permitir esta indisciplina en el colegio, aquí me contesta como corresponde o se queda sin recreo una semana”. A veces no llegaba a entenderla bien, sobre todo cuando, por el enojo, la maestra le hablaba rápido, pero conocía de memoria ese tono, ese gesto, esos gritos. Y le venía rápido a la mente la imagen de la regla y el dolor en los deditos. Y se callaba.
Cuando sonaba el timbre, juntaba sus pocos útiles y los guardaba en la bolsita remendada. En la puerta de la escuela lo esperaba el hermano más grande, que le daba un coscorrón por la tardanza y le ganaba, siempre, siempre, la carrera hasta la casa. Recién llegados se pelaban por sacar agua con la bomba; a los dos los fascinaba. Casi siempre ganaba V., pero a veces D. aprovechaba el descuido del otro para robar pan de la canasta y era el primero en meter las manos en el chorro de agua fresca recién estrenada.
Adentro, el comedor-cocina-sala de costura, rebalsaba. La cocinita a kerosén humeaba y las pilas de paquetes de camisas listos para entregar se acumulaban cerca de la puerta. La hermana estaba sentada frente a la máquina de coser, dale que dale, con ese triquitri triquitri constante. La mamá se sentaba al lado y cuando los oía llegar levantaba apenas la vista de los botones y los cuellos que reforzaba a mano. Entre todos trataban de hacer poco ruido porque en la piecita del fondo dormía el tío R. que trabajaba de noche de sereno en una fábrica.
Un rato después llegaba el padre y todos, obedientes, suspendían cualquier tarea para poner la mesa, servir el vino, cortar el pan. El padre se sentaba en la cabecera y era el primero en servirse y el último en levantarse. Suyo era el plato más lleno, la pasta con más sugo. Era el primero en servirse el queso, a la altura del mes en que quedaba. La mamá comía en una sillita al lado, sin sentarse del todo a la mesa, entre el marido por atender y la olla descascarada. Enrollaba los fideos en silencio, mirando el plato concentrada. El marido gritaba un poco y gesticulaba mucho: la comida estaba fredda o las pasta poco asciutta, los chicos hacían ruido o se movían demasiado.
Cuando terminaban de comer, la mamá levantaba los platos y los lavaba en silencio. El padre se acomodaba en su silla, amodorrado, y los chicos se ponían a hacer los deberes. A D. le costaba. Bastante. Y era lo suficientemente ingenuo como para pedir que lo ayudaran.
-Mamá, tengo que escribir oraciones con palabras con eme, ¿sabés alguna? La madre no lo entendió, claro. No podía entenderlo. No podía ayudarlo con sus oraciones en español, pero tampoco en italiano. Nunca había ido a la escuela, no sabía leer ni escribir; nadie le había enseñado. Entonces se quedaba en silencio mientras D. insistía, y leía a duras penas palabras sueltas que le habían dictado. Hasta que el padre se desperezaba, prestaba un poco de atención a la escena y le gritaba en su dialecto más cerrado: ¡¿Qué manera es esa de hablarle a tu madre?! ¡Parla bene, semettila di questo mugghio sformato!, mientras le acomodaba un sopapo que le dejaba el cachete colorado. Y ahí se perdía por completo la tranquilidad de la tarde. El padre empezaba a gritarle a la mujer, a reprocharle que su hijo era un maleducado. Que para qué trabajaba todo el día como un burro para que su propia familia no parara de molestarlo. Y que era una inútil que no podía mantener a un chico callado. Y que esto y que lo otro y lo de más allá. Hasta que cansada de gritos ajenos ella encaraba con los gritos propios y dejaba medio sordo a D. con ¡Hablame bien! y ¡Con quién pensás que estás hablando!, ¡Mirá como hacés poner a tu padre! Y todo en un crescendo hasta el demoledor ¡Maledetta l’anima che ti ha fatto nascere!
D. volvía a sentarse, compungido y enfuruñado. Y apretando con furia el lapicito sobre el cuaderno, copiaba del libro de lectura: Mi mamá me mima; mi mamá me ama.