Del Manual de la Loser argentina

Estuve a esto, pero a esto, de volver a publicar un post sobre una experiencia culinaria. Pensándolo un poco mejor, comencé a preguntarme la razón de tanto orgullo y necesidad de comunicarle al mundo mis ingestas. ¿Cuándo empecé a considerar a mi alimentación el punto alto de mi día? Somewhere in my youth or childhood, I must have done something WRONG...

Creo que debe haber influído en el llamado a silencio la opinión de cierto miembro de mi familia que atribuye el esplendoroso éxito de mi vida sentimental a que "hablo demasiado"... Las damas no-loser, se sabe, son más "modositas"...

Yo AMO mi fracaso, a ver si nos entendemos. Y por si queda alguna duda: W-Y-S-I-W-Y-G, hasta el final.

No compro las fórmulas de la felicidad. Y dicen por ahí que "la felicidad" es un efecto de sentido. Yo me resisto a creer que la discursividad del "souvenir" está entre sus condiciones productivas.

Los lápices de colores

Son las cajas. Tantas cajas de cartón. Rayadas, a lunares, cuadrillé. Son las cajas de colores apiladas en el altillo. La etapa final de la búsqueda del tesoro por la casa.
Primero fueron los imanes en la heladera; tenían dibujitos. El yogurt de frutilla y el turrón. Después los adornitos del comedor. El viejo auto a control remoto de un estante. El teclado predevaluación. Las pelotitas de tenis del pretérito anterior.
Dos chicos. Alan y Priscilla. Son primos y van al jardín. Viven con padres, hermanos, tíos y primos en la casita al fondo del pasillo. Un cuarto, cocina y baño que, casada la hija mayor, quedó “para alquilar”. Un cuarto, cocina y baño que Madre, cansada de alquileres, inquilinos, inmobiliarias y quejas por la humedad, decidió prestar.
Dos chicos aburridos en la siesta dominguera. Golpean a la puerta y entran a jugar. Recorren y buscan y hurgan y preguntan. “¿Qué hay ahí? ¿Esto qué es? ¿Me lo puedo llevar?” Las cajas y estantes y cajones de la casa esconden botines de la excursión. Y Madre y Padre trabajan de abuelos por elección. Abuelos regalones, claro, eso es lo que son. Siguiendo de cerca a dos enanos curiosos, hechos de ojitos y manos, abriendo aquí, destapando allá. De vez en cuándo tratan de poner un límite. “No, eso no, eso no te lo podés llevar. Eso es de Ella”. Pero Ella nunca está.
Pero esa siesta dominguera la casa no está vacía. En casa de los abuelos “de mentiritas” hay una chica que los mira mirar. Que los sigue escaleras arriba y responde sus “¿Qué hay acá?”. Y abre una caja, y otra, y otra de apuntes de “la facultad”. Pero la enésima caja no tiene apuntes. Tiene fibras, crayones, cartulina, goma eva; un depósito de útiles de bricolage. Primero aparecen los lápices negros “con gomita en la punta”. Son muchos, brillantes, sin empezar. Un puñadito sale de la caja y va a parar a una manito inquieta que cierra el puño con seguridad. La mano libre sigue revolviendo la caja y ahí aparecen. Los lápices de colores. Una flamante cajita metálica de lápices suizos. Y junto con la caja el nudo en la garganta. Y una mezcla rara de angustia y un poco de culpa por tantas cajas tan llenas de infancia. Y entonces Ella saca la lata de la caja y pregunta: ¿La quieren llevar para pintar?

Jodidamente satisfecha

Ella lo sabe, mientras la madre da unas puntadas chiquitas, perfectas.
Ella lo sabe, mientras mira a la abuela amasar pan.
Ella lo sabe, ojeando viejas fotos sepia.
Ella sabe quién pudo ser.

Ella lo sabe, cuando lava las primeras copas del primer brindis del país.
Ella lo sabe, está escrito en cada hoja de albahaca en el jardín.
Ella lo sabe, el olor a bizcochuelo no la deja mentir.
Ella sabe quién es.

Ella lo sabe, está escrito en cada libro en cada estante en la pared.
Ella lo sabe, desde la primera lapicera con cartuchos tinta azul.
Ella lo sabe, mientras relee el texto que acaba de escribir.
Ella es. Lo que quiso ser.