Misceláneas

-El domingo salí a merendar con un libro. Inauguré una nueva tradición.

-El lunes falté por tercera semana consecutiva a mi clase aburrida de italiano. Averigué: no hay un solo curso más en ese nivel como para cambiarme. Y además pagué por adelantado. ¡Sigue mi buena estrella!

-Ayer mi otro yo hizo su primera aparición en la prensa gráfica (no fue en policiales, ni en los clasificados, ni en los obituarios). No siento que sea algo para celebrar (y no pienso discutirlo), pero por las dudas preparé cerdo con mostaza y miel con papas españolas para la cena.

-Hoy vi un bloque de "El hombre que volvió de la muerte". Si lo viera Narciso Ibáñez Menta se volvería a morir. Leí por ahí que el gran éxito de la remake es haber logrado colocar una máscara sobre la nariz de Peretti. Adhiero. Pero me parece, una de cal y una de arena, que incentiva su dicción seseosa. Y la heroína es Nancy Duplaa. La criticaría si no fuera porque gracias a eso Lalola es Carla Peterson, que me cae 25 puntos. (Aunque la onda "camionera" de la Duplaa le hubiera ido perfecto...) Sólo una cosa más: ¡Roberto Antier!

-Mañana tengo que dar una nueva clase pelotazo del curso que heredé con mi renuncia. Tengo un alumno bello. ¿Cuáles son las posibilidades de que nos enamoremos y nos mudemos a El Bolsón a vender sahumerios? No me parece tan mal programa en este momento... (¡Horror!).

-El viernes es viernes. Siempre fue un motivo de felicidad. Ya no. Todo concluye al fín, todo termina. Ahorraré dinero en bares; lo invertiré en alcohol a domicilio. Nada se pierde, todo se transforma.

-El sábado...

Servicio a la comunidad

Hasta que no salga un poco el sol en Buenos Aires pueden abstenerse de leer por aquí. Hay altas probabilidades de chaparrones. Nunca creí en la influencia de los fenómenos meteorológicos en los estados de ánimo, pero llueve, cómo llueve en este blog estos días...


"Sabemos hasta qué deformación consentida, hasta qué renunciamiento de nosotros mismos, hasta que parálisis de sutilezas nuestro mal nos obliga cada día. No nos suicidamos todavía. Entre tanto, que se nos deje en paz".

De Artaud, vía Cinzcéu en Antes de la lluvia (Por si queda alguna duda, allí es donde hay que ir a leer).

A confesión de partes...

Tengo una amiga que en pocos días se va a Londres por dos meses porque ganó una beca para estudiar y ejercer su profesión, que además es su vocación. Otra que acaba de materializar un proyecto creativo y ambicioso para poner en marcha la suya. Una que lee militantemente libros horrendos para poder dar forma a su tesis. Otra a punto de hacer una inversión tecnológica clave para su carrera y, por qué no, también para la vida. Una que después de mucho esfuerzo, a fuerza de paciencia y de ganas, logró sentirse satisfecha, contenta incluso, con su trabajo. Otra que está esperando un hijo, después de varias etapas previas deseadas para lograrlo.

Yo estoy en el mismo lugar exacto en el que me encontraba hace tres años. Peor incluso. Tres años más vieja y sin trabajo. Tres años más vieja y sin haberme graduado. Tres años más vieja.

Tengo una prima lejana (ay, las familias numerosas) de 23 años que acaba de recibirse de odontóloga. Su papá le está construyendo el consultorio mientras ella está de vacaciones con su novio. Tengo otra entregada con ahínco a ser Esposa y Madre. Y otra, de treintaypico, que no para de recorrer el mundo: las últimas postales llegaron de Marruecos.

Yo estoy en el mismo lugar exacto en el que me encontraba hace tres años. Peor incluso. Ahora sé que logré ubicarme con comodidad en el peor lugar de los dos mundos. En algún momento me descuidé y me alcanzó mi miedo más profundo. A veces digo en broma que pasó mi cuarto de hora para ser niña prodigio. Lo que está detrás de mi sonrisa cuando lo digo es el terror de no haber sabido cómo escapar a mi propia mediocridad.

El origen de las especies

Vita tenía dieciocho años, era la mayor de seis hermanos y vivía con sus padres muy en las afueras de un pueblo de montaña. Tenía un noviecito, Rocco, con el que alguna vez había intercambiado esas miradas avergonzadas, tiernas, en el camino entre el monte y el pueblo, cuando la pequeña procesión de hermanos, primos, vecinos y “paisanos” se juntaba para ir a misa. Cuando él se fue a hacer el servicio militar (dos largos años), la incipiente relación siguió por carta, doblemente mediada, no sólo por el papel, sino por la vecina que las traía, le contaba las novedades y la ayudaba a responder: Vita no sabía leer.
Un día, las cartas dejaron de llegar. Las noticias, en cambio, siguieron llegando, junto con los telegramas para varias familias del pueblo. La década del cuarenta apenas comenzaba y la guerra ya se había llevado a un puñado de soldaditos que hasta entonces sólo habían sabido arar la tierra. Fue la primera de muchas veces que Vita vistió de negro.
Pasaron los meses, las lágrimas, los rezos a todos los santos, las noches en vela. La pena no, la pena se quedó, se le hizo carne, se volvió una arruga profunda, un surco seco justo en medio de la frente. Y ella, que nunca había sido linda, ahora además parecía vieja; pecado mortal en ese pueblo perdido entre las piedras. Había que casarla, más pronto que tarde, decidieron las comadres. El candidato era unos años mayor que ella y tenía fama de borracho, pero era uno de los que había vuelto (le dieron pronto la baja porque era el hijo mayor de una madre viuda de guerra, la otra guerra).

Raffaele era muy alto y empilchaba elegante y así, sobrio, le pareció un buen candidato a sus suegros. Vita no tuvo mucho tiempo para pensarlo; poco después preparaban su casamiento. Unos meses más tarde había logrado, por fin, alcanzar su porvenir de pueblo: era una señora casada y la panza redonda le ajustaba el vestido negro.

Parecido pero diferente…

A lo largo de la vida me han encontrado parecida a cantidad de ignotas. Siempre, en todos los ámbitos, alguien cree que soy i-g-u-a-l a la hermana de un amigo, a una prima, a una compañera de trabajo. (En muchos casos, se trata de alguna “Alejandra”. No se bien por qué, pero, estadística pura, parece haber algún nexo entre ese nombre y el mío, el verdadero, ese que no es Isa). Algunos argumentan cuestiones homofónicas; otros, etarias, otros, estilísticas, lo cierto es que siempre hay “otra” igual a mí. La verdad, lo encuentro bastante irritante, es como si tuviera la personalidad de una “ameba”, o peor aún, que todo lo que creo que es mío es apenas un emparche de gestos ajenos. Pero sólo recuerdo dos anécdotas de parecido con “famosas”, de las cuales sólo una es una persona “real”, la otra es un personaje de ficción televisiva.

Cuando tenía nueve o diez años solía peinarme con dos largas trenzas de pelo castaño y tenía la nariz cubierta de indómitas pecas (que hoy mantengo bajo control huyendo de los rayos solares cual Viviana Canosa o Andrea del Boca). Esos dos rasgos eran suficientes para que me encontraran “igual” a Laura Ingalls (aunque, claro, también era inocentona y medio varonera).

Recién quince años después me asignaron un nuevo parecido farandulesco: una persona bastante poco fiable es sus descripciones (vale la pena aclararlo) me asoció “estilísticamente” a Sofía Coppola. Me apuro a aclarar que me encantaría creer que esto es cierto, pero, desafortunadamente, no lo es. Ella es más bella, más talentosa y su padre le habilitó el ingreso a la meca del cine; el mío me enseñó a distinguir entre “epoxi” e “hidrobronz”, para que quede clara la diferencia…

Todo esto me parece muy significativo… A veces creo que podría seguir forzando los “parecidos” y contar la historia de mi familia como “La pequeña casita en la pradera”; pero me resisto a un destino tan amargo y prefiero creer que soy capaz de la exótica belleza y la saudade de “Lost in translation”.

Metrovías está probando el sistema de razonamiento

"El mundo es una mierda"

¿Cómo lograr que se convierta en premisa y no en segura conclusión?



*Sí, ya sé, no estoy diciendo nada... Pero habíamos quedado en que este boliche es mío y digo lo que quiero y cuando quiero, ¿no? Gracias por su atención.

Breve catálogo no exhaustivo de avistamientos

-Estatua viviente número mil: La Gárgola. (Muchacho calvo, con alas de murciélago, íntegramente pintado de dorado-bronce).
-Viejita punk: botas altas con plataforma, medias negras, kilt escocesa roja, campera de cuero negro. (Plus: medía, como mucho, un metro cuarenta; tendría, como poco, 70 años).
-Felipe Pigna (o su gemelo malvado).
-Canoso señor habitué de un bar que frecuento, en plan de levante descarado de señorita (muchos años menor), encontrada casualmente a la hora del almuerzo en el susodicho bar. Incluyendo la espléndida frase: "Tendrías que haber pasado por casa... Te hubiera dado de comer y todo..." Aclaración: no es la primera vez que lo encuentro ejerciendo esta cuidadosa interpretación de "langa madurito".
-Zapatos bellos en todas las vidrieras. (Adelanto de la primavera en Buenos Aires. Mal momento para haber elegido el desempleo).

Humor negro (guiño, guiño)

Donando sangre...
Enfermera: ¿Tenés pareja estable?
Yo: Nop... pero tampoco inestable. (Insertar risas grabadas)

Yo te ví: Lalola

Varias cosas están muy bien en Lalola. Ampliaremos.

Nunca una fácil…

Siempre estoy tentada de escribir un post depresivo. Hace dos segundos se me ocurría un sintagma maravilloso como “No seré feliz, pero…”, pero no se me ocurría ningún pero. A veces me parece que podría tener éxito armando una serie de entradas sobre “Cosas que le pasan a otros”. Se me ocurre que sería una manera perfecta de poner las cosas en perspectiva.

Ayer tenía clase de italiano. No fui. No tuve ganas. No quisiera sobre analizar la cuestión, últimamente no tengo ganas. Punto. Y no quisiera volver sobre el asunto del karma, pero no puedo dejar de pensar en otra frase clave, que viene siendo “Nunca una fácil”.

Aclaro… Voy a clases de italiano por múltiples razones. En primer lugar porque me gusta. Razón necesaria y suficiente para invertir en ello mis magros ahorros de reciente desocupada. En segundo lugar porque tengo la vaga fantasía de alguna vez volver a Italia (el primer viaje sería un buen relato, si tuviera ganas, claro) y posiblemente “estudiar” allí por un tiempo. (Cabe aclarar que lo que en mí es una vaga fantasía es para muchos miembros de mi familia una realidad pronta a materializarse. Hay un sector que ya acampa en Migraciones y todo…)

Volviendo a aquello de “Nunca una fácil”, aclaro. Más allá de que me gusta aprender idiomas y de la débil veta pragmática del asunto, durante cuatro años disfruté de mis clases de italiano por la compañía. El azar (y el horario del curso, supongo) había reunido a un grupejo de sujetos interesantes, culturalmente inquietos y con sentido del humor. Ese grupo prosperó generando incluso un par de encuentros de comida y bebida al por mayor muy satisfactorios. Pero esa socializad incipiente se estancó, junto con el resto de los casilleros de vida, hace más de un año. (Acá aclaro, antes de que me critiquen con innecesarias dosis de violencia, ya se que no están estancados todos los casilleros de mi vida, es sólo un énfasis dramático, tengo amistades maravishosas, lo sé, lo sé, no me olvido).

¿Qué sucede ahora? Comparto mi clase con diez señoras muy aseñoradas. Una señoras “divinas”, claro, pero cada una de ellas podría ser mi madre. Y yo quiero a mi madre (sé que a veces no parece pero, créanme, la quiero), pero no comparto con ella (o con su estilo) actividades ligadas al esparcimiento. ¿No podría haberme tocado un grupo un poquito más afín? Ahora sí: “¿Nunca una fácil?”.

De todas maneras, me gustaría confesar el verdadero motivo de queja y de la frase. Tengo una profesora que es, ella sí, joven, pero con la que no logro llevarme del todo bien. Es una sensación extraña, porque no nos conocemos, ni pasamos tanto tiempo juntas, pero tengo la sospecha de que no le caigo bien. ¿Por qué? No tengo idea, sólo sé que siento una mezcla de distancia, rechazo, incomodidad, que hacen que no me divierta ni un poco en esas clases. Pero incluso así, no puedo dejar de pensar que toda la incomodidad es de mi parte, y pura y exclusivamente por efecto de un triste contraste.

Mi antiguo profesor de italiano era nada más y nada menos que Marco, el candidato.

Marco, El candidato

"El propósito que lo guiaba no era imposible; aunque sí sobrenatural. Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo en la realidad. Ese proyecto mágico había agotado el espacio entero de su alma..."



Jorge Luis Borges, "Las ruinas circulares"





"Príncipe hecho entero sin pluma ni tintero, seis meses tamizando, seis meses amasando, seis meses deshaciendo, seis meses rehaciendo, ¡seis meses en un nicho y nos tomaremos los dichos!"




En la fábula calabresa "El príncipe pimiento", recopilada por Ítalo Calvino en El príncipe cangrejo.


Se impone, luego de la instructiva mención a The Friend Zone, una aclaración de otro concepto clave del idiolecto de este blog (y en la absoluta incapacidad de su autora para eso que llaman "la felicidad").

Marco, El candidato, además de un famoso programa de TV de los '90 protagonizado por Rodolfo Bebán, vendría a ser algo así como la encarnación de todos los atributos deseables en un candidato; la versión rioplatense de lo que los norteamericanos llaman The One.

Marco, El candidato funciona como parámetro de lo que una está dispuesta a "negociar" para segurarse el éxito (incluso "medido") de una relación en ciernes. Marco, El candidato es un animal mitológico, pero cientos de leyendas urbanas confirman su veracidad. (Siempre "la amiga de una amiga" lo encontró de casualidad en la parada del 137, en la cola de la AFIP, o comprando platos en un bazar...)


Cabe aclarar que no se trata de UN candidato. Marco es topoi sólo como casillero; la lista de atributos está abierta para ser completada a voluntad. Marco es, digamos, "la posibilidad del candidato".


Candidatos que nunca serán Marco:

-El torturadito: Artista. Sensible. Profundamente egoísta. Trastorno bipolar. En plan de levante descarado se declara materialista dialéctico pero pasa a citar a Hegel sin solución de continuidad. Acarrea cual talismán una copia ajada de Las flores del mal.


-El Buen muchacho: Eso. Nada más.


-Mr. Músculo: Galán maduro. Horas de gimnasio. Utiliza su biblioteca desactualizada para seducir a incautas jovenzuelas alborotadas por su sex-appeal barrial.

Yo conocí a Marco, El candidato. El balance perfecto entre la lista ideal de atributos fetichistas y la realidad. Pero, claro, se negó a colaborar.

Un mundo de veinte asientos

Un viaje largo en colectivo puede disparar variadas reflexiones sobre la sociedad contemporánea. Yo hago dos viajes largos por semana y me alcanza para un ramillete de anécdotas de emociones diversas. (Tengo un poco de miedo de sonar como Sarlo en sus crónicas a bordo del subte A, espero que si sucede me avisen y reseteamos...)

Primero, el vehículo. Viajo al oeste del conurbano, lo que me garantiza que dos de cada tres viajes se hacen a bordo de un bondi destartalado, con problemas de suspensión (eso con suerte, a veces los problemas son de frenos, temita que el chofer soluciona avanzando a 20 kilómetros por hora todo el recorrido, para evitar una colisión a alta velocidad que ocasionaría la muerte instantánea de cualquier ser vivo a bordo), por no mencionar esa cuestión, superficial a esta altura, ligada al uso de dos de hidrógeno y una de óxigeno en cantidades suficientes para desprender la capa de polvo acumulado desde que cayó el meteorito que extinguió a los dinosaurios y que opaca los vidrios hasta tal punto que embocarle a la parada correcta es un verdadero milagro.

Después, el Schumacher del Mercedes Benz, a.k.a el chofer. No voy a ponerme a hilar fino, sólo me interesa distinguir entre el colectivero buena onda y el forro de mierda. El primero conduce el vehículo, se detiene en las paradas solicitadas, se acerca al cordón, a veces incluso, en el colmo de la buena onda, le indica la parada a algún pasajero desorientado. El forro de mierda se ocupa de llegar a destino tratando de joder lo más posible la vida de los pasajeros, de los automovilistas que lo rodean y de todos y cada uno de los transeúntes que entorpecen su "recorrido". Suele acompañar sus bruscas maniobras con trágicas elecciones musicales a todo volúmen que aturden a todo el pasaje. Para en el mismísimo medio de la avenida y arranca cuando el pasajero todavía tiene un pié en el estribo, como si coleccionara caderas fracturadas de viejecillas. ¿Hace falta que aclare con cual me cruzo cada dos por tres?

Finalmente, los "señores pasajeros". Ah, todo un compendio de personajes, "acciones y situaciones, bajo esquemas de representabilidad históricamente elaborados". Sólo en el último viaje compartí la "unidad" con, al menos: un médico (o enfermero), una maestra jardinera (ya hablaremos de las maestras jardineras, lo prometo...), un par de ancianos y un par de viejos de mierda, una familia de paseo, un obrero (albañil, plomero o pintor, no podría precisarlo...), dos mujeres cargando gigantescos bolsos de, presumo, ropa; un policía y una monja. Pero también, y de ellas quisiera ocuparme, una pareja madre-hija a la que odié durante todo el viaje. Al principio sólo por rechazo estilísico (¡una madre! Ajjjjj... No, chiste, chiste). Fueron las responsables de una nueva emergencia de la aborrecida conducta incivil a bordo de transporte público: pelotudeo con ringtones del celular. Las miré con odio, pero no se dieron por enteradas. Descubrí después que no pelotudeaban sino que directamente eran pelotudas cuando siguieron sin darse por enteradas cuando quedó parada al lado de ellas una mujer con un bebé en brazos (o en brazo, porque con el brazo libre le daba intermitentemente la mano a una nena de unos seis años). Y bien digo, quedó parada, porque hasta que bajé ni ellas dos, ni nigún otro pasajero se dignó a darle el asiento.

Y acá quiero hacer una salvedad, lo que me preocupa no es, previsiblemente, la cantidad de hijos de puta por medio cuadrado con los que hay que convivir en la ciudad. No, no. Lo que me preocupa es la cantidad de pusilánimes (entre los que me incluyo) que para evitar escándalos se dejan ganar por el notemetás. Estuve todo el resto del día enculada conmigo misma por no haberme acercado a la parejita (no eran las únicas sentadas, pero eran las que estaban más cerca) a enrostrales su absoluta falta de solidaridad (y, de paso, incautarles el celular para hacer justicia arrojándolo por la ventanilla, ¿por qué no?).