¿Cafetín de Buenos Aires?

Aunque suelo preferir los trabajos "de escritorio" (sobre todo si es el mío, en casita) motivos laborales me llevaron por los cien barrios porteños. Gracias a eso, tengo LA imagen mental para la postal navideña de la decadencia de la sociedad (diría de la civilización, pero estoy ensayando ser un pelín menos rimbombante): una madre y sus dos polluelos, obesos los tres, zampándose unos frappucinos coronados con copetones de crema en Starbucks. Era un cuadro de Botero intervenido por el pop.

No quiero ser prejuiciosa, pero como soy, ejerzo: había tantas cosas mal en esa escena. Quiero aclarar, ante todo, que estoy muy (muy) lejos de la dictadura de la silueta (soy mucho más Rubens que Modigliani, valga el ejemplo). No estoy hablando de gente con sobrepeso, "con unos kilitos de más", "rellenita", "de huesos grandes", "grandota" (dios de dios de dios, ésta última me da urticaria de sólo escribirla). Estoy hablando de obesidad lisa y llana, como término médico.

Me asusta comprobar que de alguna manera he heredado esa mirada aprehensiva de madre. Madre (y gran parte de la familia materna salvo, claro está, la nona) es lo que se conoce como un "alfeñique de 45 kilos", pero con toda la fuerza de la literalidad (en épocas terribles ha llegado a pesar menos). En los últimos años su natural tendencia a la delgadez está exacerbada por una especie de trastorno en la conducta alimentaria del que es poco consciente que no sólo se expresa en forma de una obsesiva ortorexia sino particularmente por el rechazo casi fóbico a cualquier forma de exceso de peso no sólo propio sino ajeno. Una persona con sobrepeso, no digamos ya alguien obeso, le genera una extraña mezcla de impresión, lástima, terror, rechazo. Madre ama pensarse como gacela (de hecho, es habitual que en la comparación con gente más "pesada" diga: "si x cosa me cuesta a mí, que soy una gacela..."). A mí me perdona la vida porque soy la niña de sus ojos, claro está, y hace la vista gorda (o flaca, para el caso) pero le cuesta, sobre todo porque metafóricamente somos mamíferos del mismo orden pero de especies diferentes. El sema "grácil" difícilmente es común en nuestros respectivos universos...

Dicho esto, vuelvo al prejuicio... Por un lado tenemos la ya mentada cuestión sobre la mera existencia de Starbucks en Buenos Aires. Volviendo sobre el temita ese de los "consumos", cuando todo era sólo una especulación, a mi me parecía divertida la idea de jugar a estar en una sit-com. Todo el fenómeno posterior, las cuadras de cola, el fetichismo alrededor de un vaso descartable, el costo astronómico y ridículo por un producto que no sólo no es extraño en la ciudad sino que se ofrece, a cualquier precio y calidad, en cada esquina, me convenció de que hay algo perverso y obceno en la propuesta.

Pero no fue hasta hoy que entendí hasta qué punto me incomoda. Porque hoy vi no la inocente tilinguería habitual, sino una familia enferma gastando más de $50 pesos de su presupuesto en tapar sus arterias. Y no hay nada divertido en eso.

La memoria es una grulla de papel

Hace años (¿siete?, ¿ocho?), en medio de una agotadora relación de esas de "no nos une el amor sino el espanto", me pasé las noches de un viaje teniendo pesadillas hechas de tortuosos restos diurnos. Salvo una noche. Una noche en que dormí plácidamente y desperté, toda calma y sonrisa, recordando el primer sueño en semanas que no fue una pesadilla.
El viernes fui a ver un concierto. Estuve toda la noche inquieta, con una sensación extraña. Agradable, pero extraña. Una sensación sin sentido hasta que se convirtió en sueño. A pura condensación y desplazamiento volvió el resto, un rostro que había olvidado y que, paciente, vuelve cuando logro dormir plácidamente. Estuve ahí, buena parte de la noche, mirando a los ojos a un recuerdo. Un recuerdo tan débil, tan lábil, hecho de un eco de risas y figuras de origami en vuelo.

Notable descubrimiento - La revancha

Fui, vi, brindé.
Entre el pequeño grupo de comesánguches me enteré de que estoy en el top 3 de los personajes del año entre mis "colegas" por mi insospechado éxito profesional (a mi no me llegó el memo, igual).
Para recuperarme del shock que me produce hacer relaciones públicas, pasé por una librería a abastecerme. Quise comprar un libro de Nick Hornby que costaba la friolera de $88. Por supuesto desistí. La literatura se ha convertido en un vicio caro. Sobre todo la de ciertas editoriales con las que mantengo (o mantenía, ¡oh, crisis!) una pasión fetichista.
Volví, como la luna, rodando por Callao (juas) y ahora me dispongo a recuperar mi hogar que luce como tierra arrasada para proceder a prepararme una rica cena.
Poder contra mí misma no tiene precio.

Notable descubrimiento: ¡Soy mi peor enemigo!

En este preciso momento debería estar en un elegante brindis de fin de año en una importante institución. Había logrado convencerme de que hacer rostro en tan magno evento era una importante estrategia de visibilidad para mis contactos laborales del próximo año. En lo que va del día pasé de repasar mentalmente el outfit adecuado a autoconvencerme de que en el fondo no era tan importante. Ahora vuelvo a dudar de mi decisión. ¿Me preparo a las apuradas y llego (tarde) o me resigno a mi resignación y miento una excusa? Ah, el eterno dilema...

Kant y el ornitorrinco

"Tengo la extraña sensación de haber vivido dos vidas. La que está escrita en los cuadernos y la que está fija en mis recuerdos. Son figuras, escenas, fragmentos de diálogos, restos muertos que renacen cada vez. Nunca coinciden o coinciden en acontecimientos mínimos que se disuelven en la maraña de los días".
Ricardo Piglia, Prisión perpetua

"Todo lo que antes vivía, directamente vivía
Se aleja, se aleja en una representación"
Pablo Dacal y la Orquesta de Salón, "El mundo del espectáculo"




Me gusta pensar que soy más rara de lo que soy y me duele pensar que soy más rara de lo que soy. Hay un extraño marketing de segmento, con un segmento cada vez más amplio y difuso y confuso para cierto grupejo de jóvenes argentinas contemporáneas, sobre todo las no tan jóvenes y las no tan contemporáneas. En la gran fábrica de novedades dentro y fuera de la industria cultural se habló de los coolhunters, incluso de los uncoolhunters, se habló de moda, de estilo y de Walter Benjamin (juas) y de todo el espectro de consumos que te hacen ser, estar, parecer, semejar (y otros verbos copulativos).
Hace un tiempo me preocupaba porque no podía ubicarme como target de más de una campaña de productos de consumo masivo; ahora me doy cuenta de que detrás de mi satisfacción porque las empresas no saben cómo hablarme para venderme desodorante o yogurt se esconde el terror que me despierta saberme tan predispuesta para comprar todo tipo de gangas en lo que a consumos culturales se refiere.
Me da culpa darme cuenta de que soy una compradora compulsiva de moda, de estilo, de pose y de antipose (decía mi sabia amiga D.). Y de la peor clase, de la que cree que sus modas y estilos y poses y antiposes no son moda, ni estilo, ni pose, ni antipose. De la que llega tarde a los fenómenos de gueto, a ser admiradora de la segunda hora, fagocitadora de citas, paratextos y críticas. Pero sobre todo, de la que no advierte que su rareza prefabricada se vende en tetrabrick y por docena.
Pero, ojo, no me lamento, no me quejo. Al contrario. Vivo en una época que te regala (o te vende) la posibilidad de ser tan raro, tan especial o tan extravagantemente "común" como te de la gana. Empiezo a pensar que lo único que vale verdaderamente la pena es aprender a disfrutar de cada "compra", hecha de gastos o gestos. Siempre logro indignar a Nina sentenciando que "está tan mal comprar algo que te gusta porque todos los usan como no comprar algo que te gusta porque todos los usan". Estoy cada vez más convencida de eso. Y eso no significa renunciar a amores y odios, a la fascinación y al asco. Todo lo contrario, es aceptar, por fin, el vía libre para los juicios de gusto.

A mí, por ejemplo, me gusta coleccionar citas y marco libros con los que formo un deforme I-Ching personal. ¿Y qué?

La señora de los anillos

Por un revival nostalgioso que no termino de comprender están volviendo a pasar los capítulos de Friends. Por un revival nostalgioso que no termino de comprender, estoy volviendo a verlos.

Primera reflexión: ¡cuánta inocencia! Hoy hay más picaresca en Hanna Montana (que por otro lado me divierte mucho, especialmente las primeras temporadas, cuando Miley era aún una nena y no una aspirante a estrellita cachetona).

Segunda reflexión: (viene concatenada con el excursus) eso que venía pasando con el género sitcom, un lento ocaso después del esplendor de los '90, parece haberse revertido, al menos en parte. No lo digo por las comedias para adultos (aunque Two and a half men tiene momentos fantabulósicos y aunque he aprendido a querer a The Big Bang Theory) sino por las series para preadolescentes. Me parece que hay en Hanna Montana, en Hechiceros de Waverly Place, en i-Carli (Miranda Crosgrove es genial), con mayor o menor éxito, algo de esa estructura repetitiva de "que todo cambie para que nada cambie", de profunda celebración de la vida cotidiana.


Tercera reflexión: es notable cómo un gran éxito televisivo parece negar por completo la posibilidad de vida después de su final. ¿David Schwimmer vive? Julia Louis Dreyfus debe tener el record de sobrevida al éxito televisivo (aunque su comedia sea aburrida como pocas).

Dicho todo esto, la reflexión (off topic) que motivó el post: esta semana vi el capítulo en que Chandler le propone casamiento a Mónica. En la escena en la que está comprando el anillo (una joya vintage de los años '20, la misma época que el anillo del fallido compromiso de Lorelay Gilmore con Max (sí, soy una freak total, pero me pregunto, ¿por qué el glamour de los años locos para estas comedias?) el vendedor lo tasa: US$ 8.600. Y me quedé pensando... ¿Qué es lo que hace que esa ¿tradición? sea verosímil? ¿Por qué se construye el estereotipo del compromiso sobre una joya que es para la novia? Porque, ojo, de Tolkien para acá hasta puedo entender (no sin dificultad) el concepto de las alianzas, pero ¿cuál es la justificación del cintillo (atenti a mi manejo de vocabulario: una vez tuve una amiga que se casó, no una sino dos veces, con vestido merengue y rosas rococó rosadas)?

Es posible que mi problema sea una predisposición al pragmatismo legada por mi madre. ¿Vieron que hay familias (en la ficción y en la realidad) que atesoran una joya que pasa de generación en generación como símbolo imperecedero del amor y la constitución de la familia nuclear católica apostólica romana? Bueno, en mi hogar esa preciada joya es reemplazada por el relato del orgullo con el que mi señora madre vendió las dos alianzas (que ninguno de mis progenitores usaba ni usa, by the way) en un momento de estrechez económica.

Hay muchos símbolos de pasaje: las mujeres del pueblito de mis viejos al casarse dejaban de usar el pelo suelto y a partir de cierta edad pasaban a llevar la cabeza cubierta con un pañuelo (mi bisabuela, por ejemplo, a la que llamábamos con notable creatividad "Nona viejita", usó el mismo pañuelo negro los últimos 30 años de su vida); en el otro extremo del mundo, en la tradición japonesa sólo las jóvenes solteras podían usar kimonos de mangas largas. Lo que no termino de comprender es que se sostenga, al día de hoy, un símbolo tan retrógrado de estar "comprometida". ¿Por qué resulta ¿simpática? esa carrera por la piedra más grande, más brillante, más pulida? Y sobre todo, ¿por qué muchas mujeres siguen pensando que es un símbolo de estatus tener el dedo anular más adornado?

Mendel, compadre...

Mi hermano se fue de minivacaciones con su nueva chica. En su ausencia no sólo descubrí que me dejó desconectados los parlantes que uso para laburar sino que además tuve que informarle a madre de su viaje cuando en medio de un llamado telefónico me pidió que le pase con él. Para colmo, madre me llama una vez más hoy para comentarme una decisión que tomó y que me (nos) afecta (muy) indirectamente. Al parecer, habló de eso con mi hermanito hace una semana y el muchacho quedó traumado. Por supuesto, programa dominguero si los hay, decide llamarme a mí para discutir de los temas que trauman a mi hermano mientras el tipo da paseos por la playa.

Lo peor del caso, y me doy cuenta retrospectivamente, es que el llamado obedece a que madre se quedó preocupada (claro) y necesitaba justificar su decisión. Supongo que esperaba (equivocadamente, como siempre) mi aprobación. Desde que tengo uso de razón venimos ensayando esta contradanza: ella busca que yo acuerde con sus decisiones, yo estoy en desacuerdo con sus decisiones, pero más aún con su búsqueda de acuerdo. Las dos nos quedamos enojadas y desilusionadas y tristes. Después se nos pasa. Hasta el próximo llamado. Me sorprende darme cuenta de que con toda la energía que creo ponerle a diferenciarme de madre, después hago lo mismito con mi vida. ¡Qué genes poderosos, mamma mía! (geddit?)

Ni sí, ni no, ni blanco, ni negro

Hoy perdí (ah, la novedad), pero fue la victoria moral más grande de mi vida. Y por eso estoy contenta. Muy. Ah, la bipolaridad. Con un poco de suerte, quizá hasta pueda dejar de atormentarme y de atormentar al resto con mis lamentos. Estoy brindando a mi salud (mental) con una sopa con fideos con forma de estrellitas.

Tres tristres tigres

"En fin, vivir no es sólo difícil, es casi imposible, mayormente en aquellos casos en que, no estando la causa a la vista, nos esté interpelando el efecto, si aún ese nombre le basta, reclamando que lo expliquemos en sus fundamentos y orígenes, y también como causa que ya ha empezado a ser, puesto que, como nadie ignora, en toda esta contradanza es a nosotros a quien compete encontrar sentidos y definiciones, cuando lo que nos apetecería sería cerrar sosegadamente los ojos y dejar correr un mundo que mucho más nos viene gobernando de lo que se deja, él, gobernar."
José Saramago, Historia del cerco de Lisboa


"Aquella travesía nos había enseñado muchas cosas, ¿comprendeis?, y la principal era esta: el hombre es una especie muy poco evolucionada en comparación con los animales. No negamos, desde luego, vuestra inteligencia y vuestro potencial. Pero, por el momento, estáis en una primera etapa de vuestro desarrollo. Nosotros, por ejemplo, somos siempre nosotros mismos: eso es lo que significa estar evolucionado. Somos lo que somos, y sabemos qué es eso".
Julian Barnes, Una historia del mundo en diez capítulos y medio


"Éramos demasiado distintos y demasiado parecidos. No podíamos engañarnos, lo cual hace difícil el dialogo. Cada uno de los dos era el remedo caricaturesco del otro".
Jorge Luis Borges, El otro

Soliloquio anecdótico

La identidad es un problema. Ajá. Me caracterizo por estos torpes descubrimientos.
El problema de este espacio parece ser que los que me conocen pueden reconocerme. Ajá. Hasta ahora nunca había sentido la necesidad de esconderme. (Salvo por las cosas verdaderamente vergonzantes que me censuro).

Mi sobreactuación de la tristeza puede ser preocupante. O no. Cuando estoy triste (resisto la tentación melodramática de decir "Si soy triste") no me siento peor por escribirlo. Más bien todo lo contrario. Cuando estoy triste y lo escribo (cuando estoy triste y lo escribo acá) hay algo que me hace sentir mejor: la tristeza es discurso, es relato; es más palabra y menos llanto.


La identidad es un problema. La propia y la ajena. No sé si tiene solución. Lo único que se me ocurre es que podría dejar de aludir (y menos aún nombrar) a terceros. Parece bastante difícil, porque son mis relatos y por ende, mis personajes (sean relatos más o menos autobiográficos; sean personajes más o menos reales). Cierto episodio con el comentario de un artículo me dejó pensando sobre las consecuencias de no tomar los recaudos necesarios para evitar las apelaciones personales. Creo que por eso desde hace tiempo dejé de procuparme por las argumentaciones más elaboradas. Acá no se hace ciencia, ni siquiera verdadera polémica. Esto es un juego estúpido y me niego a darle más importancia de la que tiene. Y me niego a darle menos importancia de la que tiene.

Mi personaje sempiterno loser puede ser aburrido, repetitivo, incluso un poco vergonzante, es cierto, pero de ningún modo algo de temer, digno de arrepentirse. Mi personaje sempiterno loser, su enunciación infantil, me da bastante ternura, que no es algo que sienta en general por mi persona.


Vuelvo a recordarme algo que a veces olvido: este boliche es mío y hago lo que se me da la gana. La vida "real", la vida "real" es otra cosa.


Hoy, caminando por el coqueto barrio de Once, me crucé con la productora de modas de la revista dominical del diario Crítica que pretendió retratar para el susodicho medio mi afamado estilo personal (!) (portaba yo algo así como mi uniforme de media estación, repetido desde hace al menos dos años). Le dije que gracias, pero no, gracias. Pero me quedé pensando en los lugares públicos en los que están mi imagen y mi nombre cuando no soy Isa. Son bastantes más de los que me gustaría y no siempre están bajo mi control. Eso me dio la verdadera pauta de la dimensión que puede tener este espacio; que, se me ocurre, tiende a cero. Mi imagen y mi nombre de la vida "real" están por ahí, en internet, a disposición de todo el mundo que quiera buscarlos. Le temo bastante más a eso que a lo que Isa pueda hacerle a esa construcción identitaria.