Ojalá viera doble (sería más fácil)

Escribo completamente borracha, en la oscuridad, después de haber preparado la cena (y el postre) de una reunión de amigas de jueves, que precede a mi reunión de amigas de viernes... Algo bien debo estar haciendo para estar tan bien rodeada... ¿Y si de pronto aprendo a valorar lo que tengo en lugar de compararlo con ese ideal maravilloso que imagino y que nada tiene que ver con algo remotamente real? Comienzo a sospechar que, una de dos, o estoy abusando del alcohol (ciertamente) o empiezo a pensar que soy capaz de creer que puedo pasarla bien con lo que soy. Sólo circunstancialmente, y por ahora, y mientras no recuerde que sigo sin conseguir el trabajo del año, y sin conocer a la gente justa, en el momento indicado. Sólo por ahora. Y es más que suficiente.

La máquina de la felicidad

En el mismísimo centro de la ciudad, en el mismísimo centro de una manzana rodeada de avenidas, comercios, oficinas y bocinas de autos, se esconde un jardín de sol y de sombra, de enredaderas y fuentes, de árboles de copas tupidas de hojas y de trinos. Un lugar secreto digno de pausas descriptivas así de cursis y edulcoradas. Me encanta esconderme en ese oasis de ciudad, a la vez selva y desierto. Me divierte perder el tiempo en la metáfora viva, el pulmón de manzana que respira todo el viento. Hace treinta grados pero tomo té, mientras tomo toda la frescura de la sombra de la tarde, mientras los árboles y mi libro hamacan sus hojas con la misma cadencia. Leo a Bataille (no podía dejar de jactarme), pero también un librito menor, las fábulas de una fábula que, ya lo imagino, le leeré alguna vez a mis nietos. Es un momento tan redondo y perfecto, tan completo, que me da un poco de vértigo. Como si estuviera parada en el umbral de un abismo: un instante, la posibilidad de la felicidad. Me asombra con qué facilidad puedo inventar un momento así, tan pleno y fugaz. Me asusta con qué facilidad olvido que puedo volver a conjurar el instante en un pliegue de papel, en el perfume a vainilla, en el disco que elijo caprichosamente como banda sonora del trabajo de la tranquilidad. Todos los años me robo de la casa de mi abuela alguno de los libros amarillentos en los que está encondida mi infancia. Este año fue una copia ajada de Bradbury. De patio de lavanda y menta, de viejos rosales y camelias en flor, de sabor a miel y anís (y a tomates maduros, ¿por qué no?) está hecho mi propio vino del estío. Espero recordar esta borrachera, cada tanto, cuando me aburra un poco de la pedantería afectada y del cinismo.

¡Felisa me muero!

Por culpa de una mujer que no termino de entender si es boluda o hija de puta (aunque sospecho firmemente que ambas) tuve que pasar mi tarde matándole una ilusión a una chica que apenas conozco. Temo lo que el karma tendrá deparado para mí por esto. Tanto temo que hasta tuve la necesidad de volver a escribir acá.

Acá venía un recuento poco interesante de la última quincena, pero me lo ahorro. Sólo quería decir que estoy viva. Cuando vuelva, vuelvo.