Yo te ví: La Profecía
La semana pasada, en el significativo día 06/06/06 se estrenó en los cines porteños la remake de The Omen. Como a pesar de todos los pronósticos el mundo no se terminó, este fin de semana fui a verla, acompañada de mi amiga Madano. Cabe aclarar que este texto no pretende ser una crítica del film, según las específicas reglas del género crítica. Es más bien una reflexión sobre la película, sobre los filmes de terror y sus reglas de género. Y aclaro de entrada que no me voy a privar de introducir una larga serie de spoilers, por eso, para quienes no hayan visto la película y quieran verla, la lectura de este texto corre bajo su exclusiva responsabilidad y decisión.La película narra la historia de un joven matrimonio que descubre que el hijo que viene criando no es otro que el hijo del Diablo, el Anticristo, que ha nacido para acabar con este mundo nuestro. En el desarrollo de la trama es fundamental la transformación en el saber de los personajes. Más que las acciones, lo que hace avanzar el relato es cómo esa madre y ese padre comienzan a desconfiar y a temer a su propio hijo, a verlo lejano, ajeno, Otro. Hasta que el padre, convencido al fin de su sino maligno, decide poner fin a su existencia.
Para simplificar la cuestión diré que la película es mala. Y esto debido a varios problemas. Uno vital, clave, tiene que ver con el casting. Todos (todos) los personajes están mal actuados. Julia Stiles es una muñeca pepona que actúa con el entrecejo. Pero es especialmente notable en el caso del niño Damien. (Como para que quede claro, apenas iniciada la película mi amiga Madano me señala entre risas que el nene cuando frunce el seño es igual al Mini de Indomables... ¡vaya una apreciación minadora del placer del género!).
Creo que otro problema importante tiene que ver con no haber marcado apropiadamente que el terror no proviene sólo de que un niño sea el hijo del Diablo, sino de que uno lo ha acunado, abrazado, amado como hijo. Allí reside lo verdaderamente atroz. Y vinculado con esto, fallan también los climas. Es una película que no puede resolverse con acciones. De hecho sólo hay dos o tres escenas visualmente atractivas. Era en los climas, y me atrevo a agregar, en los juegos de miradas donde habría que haber construido el crescendo dramático. En cómo cambia la mirada de esa madre, que no puede sentir amor sino rechazo por eso que alguna vez fue su hijo. O entre ese matrimonio entre un hombre poderoso y distante y su mujer que se desmorona anímicamente. ¿Cómo mirarla cuando ella dice que hay algo diferente, algo malo en ese chico..?
De todos modos, lo que determinó que nunca me enganchara con la película fue cierta gratuidad en la sucesión de escenas, en la incorporación de núcleos argumentales porque sí. Lo que hace avanzar al relato es un abuso de las casualidades. Si la idea es que hay un ente omnipotente y macabro detrás de todo esto, un complot para asegurar la consecución del objetivo, no lo parece. Es un abuso de la serendipity que mina el verosímil. Primero y principal, el hecho de que un desconocido ofrezca en pleno hospital un bebé de reemplazo y se lo acepte sin pensarlo demasiado. O que se produzca una muerte porque un auto está detenido en un embotellamiento y al lado hay una obra y un camión con combustible y que un mendigo pasa y quita una trabita minúscula que sostiene la rueda del camión y que inicia su marcha porque está estacionado en una pendiente y que choca con el auto estacionado y se derrama el combustible y un mendigo (¿el mismo?, ¿otro?, ¿Lucifer?) tira una colilla de cigarrillo y el combustible derramado del camión corre calle abajo y hace explotar al tipo dentro de un auto detenido en un embotellamiento... O que toda la historia avance porque un fotógrafo saca unas fotos de un cura que va a ver al protagonista para comentarle, así de improviso, que podría ir matando al nene porque es el Aticristo. Y resulta que las fotos salen con un efecto raro, y él sigue sacando fotos, muchas, con varias cámaras. Y al fín lo llama al celular al protagonista y el protagonista, que a esta altura es embajador de los Estados Unidos en Inglaterra, acude a una cita con el ignoto fotógrafo que tiene algo interesante para contarle. Y éste le muestra las fotos en las que no se ve nada más que una falla, un haz de luz sobre el cura. Y el cura muere. Y el fotógrafo conoce el sucucho donde el cura vivía y donde tiene muuuuuchos crucifijos y páginas de la Biblia. Y el protagonista recuerda un “poema” con versos del Apocalipsis que le recitó el cura antes de morirse y el fotógrafo es Dan Brown o Robert Langdon o los dos juntos y lo interpreta de una. Y sí, entonces está clarísimo que todo es obra del diablo y que se viene el Apocalipsis.
También me molestó el abuso de algunas hipérboles. ¿Hacía falta que el sacerdote buscado estuviera en un convento en Italia en el medio de la mismísima nada y que para llegar hubiera que cruzar en un enclenque botecito a remo un lago vasto y cubierto de tenbrosa neblina? ¿Y que el tipo estuviera completamente desfigurado por un incendio con un rostro dudosamente humano y se comunicara con ellos escribiendo con una carbonilla digna del siglo pasado? Y en esa primera muerte, la del embajador americano que permite disparar la carrera política del protagonista (que era, según se dice también gratuitamente, ahijado del presidente, que va a ser luego quien críe a ese niño del infierno...), ¿qué necesidad de que antes de morir carbonizado por una explosión de combustible, mirara en su reloj digital marca casio que eran las 06:06:06?
Y esto por no mencionar lo terriblemente aburrido del vínculo con Roma y el Vaticano y como diez minutos de película con un obispo haciendo cálculos para comentarle al Papa que (¡oh sorpresa!) llegaron las señales bíblicas del Apocalipsis (con imágenes de las torres gemelas y el tsunami incluidas...). O los errores en la figuración del mal en esos perros negros, porque el primero que aparece es una especie de ovejero manto negro, jadeante y babeante (que lo dije y lo sostengo, era una especie de Rintintin malhumorado). O porque es inevitable sonreír cuando la niñera (muy creepy ella) que manda el demonio a cuidar a su retoño sea Mia Farrow. O finalmente, porque la película no trabaja un buen desarrollo del suspenso o la sorpresa.
Digamos que la película no me gustó. (Aunque no la pasé mal, al contrario... Algunos datos sobre mi comportamiento durante la proyección de la película pueden leerse en lo injustificado también vale). Lo que pasó tiene más que ver con mi condición poco cooperativa con los filmes de terror. Y allí el problema con los rasgos de género.
De entrada pienso que como espectadora soy un fracaso porque no debería demandarle verosímil al cine de terror. Pero por suerte existe Metz y la noción de verosímil de género. Y entonces sí, a pesar de todo, puedo decir que el problema de la película es que no es verosímil (y no lo es por una falla estructural del relato, por una mala construcción de los personajes, por una deficiente construcción de climas). Y entonces sí, también puedo decir que el problema de la película soy yo, que no me la creo nada, que rompo el pacto todo el tiempo riéndome a pata suelta del error, rompiendo yo misma el clima de expectación.
Es que si no me enganchás con la intriga, con el suspenso; si no me dejás sentada en la punta de la butaca, con una mano cerca de la boca para reprimir el grito de terror; si no me sacudís con la sorpresa, el impacto, el shock, no me asusto nada. Porque a mí “lo sobrenatural” como tema me nefrega, así sea en los cines porteños o en las noches de campamento a cielo abierto y sus historias de terror, donde una versión de Madano de carne y hueso seria, muy seria, me lanza una pregunta-reprimenda: “¿Y no tenés miedo de que por ser tan descreída alguna vez te pase algo a vos?”. ¿La verdad, la verdad? No.
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