Sé lo que no tengo y no lo puedo comprar...

Hoy escribí una laaaaaarga recapitulación de mis últimas experiencias laborales. En realidad fueron dos. La primera, un mail dirigido inexplicablemente al médico de cabecera de buena parte de mi familia, me dejó convencida de que estoy pasando un gran momento profesional (y ahora es cuando el yunque marca Acme me cae de canto en el cráneo...). La segunda fue una revisión jocosa de la odisea del empleo en atención al público y la convivencia forzada con la urticante especie bibliotequeril (enviada al jefe, al maestro, al mentor de mentores y al patriarca de los pájaros de cierta área disciplinar a la que amo pertencer).

Hoy entegué el resumen de una ponencia para un congreso, una persona con la que no trato frecuentemente me escribió para elogiarme un texto, recibí un mail de un amigo con sus particulares comentarios sobre un proyecto editorial del que participo, tres personas tres con las que habitualmente trabajo me elogiaron de diferentes maneras, todo antes de las cuatro de la tarde.

Hoy hice tres trámites bancario-inmoviliarios, leí a Susan Sontag en el subte, con la intervención de mi amigo del párrafo anterior me gané una remera, averigué precios y compré un regalo colectivo para una compañera de trabajo que se jubila, me regalé una remera y un par de zapatillas, fuí al supermercado y abastecí mi heladera y me dí unos cuantos gustos frívolos, organicé mis mails, preparé la cena y regué las plantas, todo antes de las diez de la noche.

Hoy me sentiría satisfecha. Si no fuera por este estúpido vacío, este agujero negro de pacotilla que se abre cuando quiero ser ingeniosa y escribo esto en la madrugada, y que me impide cerrar mi declaración de amor propio con estilo. Que me deja con un "pero" de neón fosforescente. Si no fuera porque me siguen faltando cinco para el peso.

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