La sabiduría de Bartleby...

Estuve tratando de pensar cuál sería el perfil que me gustaría darle a este espacio. Me doy cuenta de que me cuesta el formato ficcional per sé, no logro evitar cierto componente autobiográfico. No porque mi vida sea especialmente interesante, claro, sino porque siempre pensé que para escribir primero hay que tener algo para decir. Lo que yo tengo para decir aún es poco. Y de hecho, temo que nunca esté del todo preparada para hacerlo. Hace muy poco una persona que admiro mucho me dijo que querer escribir te obliga, necesariamente, a leer más. No sé si alguna vez habré leído lo suficiente como para empezar a escribir. En fín. Aquí estoy, en el “mientras tanto”.

Puedo arrancar con un ejemplo: cuando era chica las “maestras”, raza vil si las hay, me convencieron de que “escribía bien”. Parece que el púber promedio que logra hilvanar más de dos frases con algún dominio de gramática española, un vocabulario de más de 14 términos y sin (demasiados) errores de ortografía, es digno de considerarse un “escritor”. (¡Así estamos!) Pero ojo, a la distancia, todavía soy conciente de que mi “habilidad” siempre estuvo ligada al discurso “científico” o argumentativo o “periodístico”. Lograba sin esfuerzo redactar monografías de cientos de páginas (¡y nunca un copypaste!), informes de investigación, presentaciones varias (algunas llegaron a incluir artefactos experimentales). Con el correr de los años las maestras más vagas descubrieron que tenía alguna capacidad para producir algo parecido a un “editorial”, o breves libelos cargados de buenas intenciones, perfectos para ser leídos en los actos escolares. Sumado a que siempre me destaqué por mi “presencia escénica” (si entendemos esto como un sinónimo de ser alta, de voz grave, y que puedo leer en voz alta con relativa gracia), me impulsaron a “lucirme” en múltiples oportunidades. (Ojo nuevamente, hubo un pasado más pasado en el que actuaba de femme fatal, disfrazada de rumbera con biquini con voladitos y toneladas de maquillaje, pero mi sex appeal terminó alrededor de los 9 años… Después, vía miopía galopante, pasé a ser sin escalas el introvertido “ratón de biblioteca”).

El problema aparecía cuando intentaba escribir ficción. Ahí hasta yo misma, envalentonada por años de mentiras de la “comunidad educativa”, me daba cuenta de que “no me daba”. Recuerdo dos casos que, lo pienso hoy, con el supuesto filtro de los años y la ternura por la infancia y demás, me siguen abochornando. El primero fue el resultado de una tarea escolar que proponía escribir una poesía. Ya planteé el problema de “no tener algo que decir” en prosa, imaginémonos en verso. En una maniobra descarada recuperé el argumento de una canción infantil de recreo, aquella de “Aquel manzano ya no floreció…” y escribí una bazofia pretenciosa titulada “La noche de mi manzano”. Creo que tenía diez años, pero aún hoy lo vivo como una afrenta a la literatura.

El segundo caso es más grave aún, porque ya andaba por los dieciséis… Arrancó como un cuentito, pero en algún momento deliré con la posibilidad de convertirlo en novela corta (a pesar de que siempre me faltó energía para llevar a adelante mis obras… Madano, en cambio, fue una niña prolífica: yo le envidio su talento para la dramaturgia preadolescente, que incluía amores interraciales contra todas las barreras de clase en la Buenos Aires del Virreinato). Era una especie de “María la del barrio”, pero con príncipes y campesinas del sigo XVI (¡!). Me da escalofríos recordarlo. A ver si me explico: ¡Príncipes y princesas! ¡A los dieciséis! Lo confieso sólo como un modo de purgar mis culpas. (Para quienes leyeron Expiación, de McEwan, sería algo como Briony, pero con el agravante de no tener trece años ni haber sido criada en la década del ’30...) Bien, digamos que la historia (inédita, claro) implicaba que el Príncipe (cuyo nombre ya no recuerdo) se enamoraba de la campesina protagonista (cuyo rimbombante nombre desafortunadamente recuerdo, pese a que daría cualquier cosa por no acordame), pero su amor era imposible por los prejuicios de la Corte. (A ver si nos entendemos: ¡Dieciséis!). Como después de un buen rato de dejarme llevar por las descripciones de la bucólica campiña o de lo aterrador de las noches de tormenta me aburrí a mi misma, noté que a mi historia le faltaba “punch” y procedí a intentar incorporarle un poco de sexo, droga y rocanrol, sin éxito, por supuesto. Descubrí así mi talento para diversas formas de elipsis, lítote, reticencia y muy especialmente eufemismos: la verdadera acción ocurría siempre tras las sólidas paredes de la oscura torre del castillo. Nuevamente, con todo el dolor de mi alma, me decido a confesar que la única manera que se me ocurrió para dar a entender que los protagonistas habían mantenido relaciones sexuales fue hacer que, al tiempo, ella descubriera que estaba embarazada. (Pido por favor conciencia de mi honestidad intelectual: ¡Quiero que entiendan que me duele cada letra que tipeo!).

Finalmente no sólo la cosa no prosperaba sino que abandoné totalmente el proyecto, descorazonada, cuando descubrí que mi hermano (que al día de hoy no recuerda las reglas de acentuación, por ejemplo) había escrito un cuentito humorístico por entregas con una sintaxis horrorosa pero que era infinitamente más interesante que mis pobres paginitas de novela rosa.

1 comentario:

Cinzcéu dijo...

Tal título convoca a un comentario lacónico y demasiado obvio: preferiría no hacerlo.