Amanece en un pueblito perdido en los montes calabreses. Tres generaciones de mujeres arrancan una vez más con los preparativos de la tradición estival, como todos los veranos de los últimos 58 años. En las mesas, mesadas y repisas de la casa, vestidas con manteles, descansan los demás protagonistas del relato: los tomates. A un ritmo febril los frutos se lavan, se eligen, se trozan. Ollas y más ollas se van llenando y van al fuego. Y mientras tanto una corta, otra pela, una lava, otra revuelve, todas parlotean. Van y vienen coladores y cucharas de madera. Por todos lados pulpa y cáscaras y semillas, tantas semillas. El fuego hace lo suyo y los tomates ya son sólo un puré espeso e hirviente. Varios fuentones lo reciben. Y recomienza el ciclo: trozado, a la olla, revuelto, cocido. Así, durante 45 kilos. Los cinco fuentones de puré de tomate, aún con su cáscara, sus trozos, sus semillas, se burlan del cansancio y del tedio y anuncian que la etapa dos está lista. De a poco, cucharón a cucharón, los cinco fuentones se pasan una y otra y otra vez por curiosa maquinita a manivela que extrae jugo, pulpa, salsa y descarta la piel reseca y las semillas. Cuando los brazos ya no pueden más de girar en su húmeda calesita, los 45 kilos de tomates, luego trozos, luego puré, se convierten en la esperada salsa y esperan su próximo destino. A estas alturas todas parecen tener un diferente plan maestro de dominio de la situación y, brevemente, el parloteo puede derivar en discusión y la discusión en silencio incómodo, mientras los restos de tomate invaden toda la casa y los pies, inevitablemente, chapotean... Afortunadamente todas bregan por el bien común, cual mosqueteros, y arrancan la etapa "rellenado". Envases múltiples, dispares, dispersos se llenan con cucharas, con embudos, con buen pulso y paciencia, mucha. Más tarde unos 80 frascos rosados, rozagantes, ocupan toda superficie de apoyo. Y todo parece haber terminado. ¡Error! Aún restan rituales a ser cumplidos. Los 80 frascos se acomodan, uno por uno, uno tras otro, en ollas gigantes, envueltos en tela. Las ollas se llenan con agua, se enciende el fuego. Y, al fin, sólo restar esperar y celebrar un año más de ceremonia cumplida.
¿Pintoresco, verdad? Ahora, con sólo cambiar pueblito perdido en los montes calabreses por patio de hogar de inmigrantes italianos en Gran Buenos Aires, se pierde lo bucólico y se entiende clarito clarito cómo transcurrió mi domingo. Y todavía falta lo mejor. Cuando todo parece haber terminado y todos se sientan, se acuestan, se duermen o se van, vista, oído, tacto y olfato complotan para manifestar la necesidad de deshacerse de las "huellas del delito". Y entonces trapos, rejillas, repasadores, detergente, cif, lavandina, escoba, trapo de piso y la casa poco a poco vuelve a ser la misma. Pero no sin antes jugar una vez más a una especie de Búsqueda del Tesoro entomatada en la que mi nona es la campeona indiscutida y en la que yo, rejilla en mano, trato de imaginar todos y cada uno de los lugares en los que la adorable anciana habrá decidido posar sus delicadas manazas llenas de conserva fugitiva.
Una historia sencilla
Publicado por Isa el 1/23/2006
Etiquetas: Había una vez, La familia es la familia es la familia
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