Allá lejos y hace tiempo...

De cómo los chicos pueden ser taaaaan crueles...

Mi mamá me mandaba a la escuela con un paquetito con unas pocas galletitas para el recreo. La medida de una porción pequeñita, como para no perder el apetito. Estaba en cuarto grado y era “la nueva” en un colegio privado medio pelo, pagado con terrible esfuerzo por mis padres, con algún que otro aporte de Tía Buena, ante el terror que se apoderó de Madre cuando en tercer grado en mi escuela pública del conurbano empezó a faltar sistemáticamente la maestra. Madre, una cabal hija de inmigrantes de una Argentina potencia, con confianza ciega en la movilidad social ascendente, no iba a dejarse ganar por los embates del analfabetismo inminente. Y así partimos hacia el uniforme bordó y el jumper gris y las medias ¾ y la corbatita horrible con elástico (¡cuánto los odiaba!).

Decía, yo era “la nueva” en un colegio pago, que le aportaba a cierta escoria del gran buenos aires una especie de autocomplacencia, de pechito inflado de orgullo de aspirante a nuevo rico, mezclada con permanentes deudores de cuotas y uniformes remendados, que vivían de la imagen. Una mañana (la recuerdo vívidamente) mientras nos preparábamos para salir al recreo, una compañerita, perteneciente claramente al segundo grupo, comparó mi paquetito con su bolsa gigantesca de galletas. Me encaró y me largó, despectivamente: -¿Eso sólo traés? Mi mamá nunca me da menos de ¼... Recuerdo patente el odio (no entiendo bien por qué, pero siento todavía el sabor agrio) y que desde algún lugar de mi ser de nena de 9 años le respondí una barbaridad, una bestialidad fuera de escala, de la que hoy todavía me arrepiento:- No se vos, pero cuando llego a casa mi mamá me espera con el almuerzo...

Creo que me arrepentí en el acto... Y dudo que para esa nena, por ajustada que fuera su situación, alguna comida diaria estuviera en juego. Pero inmediatamente después de decirlo (y se lo dije muy en serio) me golpeó fuerte que había tratado de defenderme burlándome del hambre ajena. A partir de ahí la escena se hace más borrosa. Creo que la nena se fue a jugar al recreo y que yo me quedé en el aula sola, en silencio. Y que guardé mis galletitas en la mochila sin tocarlas, con un nudo en la panza que vuelve cada vez que lo recuerdo.

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