Para mañana quiero que escriban oraciones con palabras con eme, dijo la señorita. Con dificultad, arrastrando el lápiz negro sobre el papel áspero del cuadernito, D. anotó los deberes.
Muchas veces le costaba entender a la maestra. Hablaba tan distinto a lo que hablaban en casa. A veces hasta sentía que la escuchaba en una radio mal sintonizada. Con el tiempo se fue acostumbrando, aprendiendo más y más palabras, articulando sonidos desconocidos, raros. Y se fue acostumbrando un poco más a los recreos, y al delantal blanco, y aprendió a jugar a la bolitas (rapidito fue en experto) y al rango. Mes a mes, de lectura en lectura y de dictado en dictado, el “nuevo” se fue adaptando.
Igual, muchas veces tenían que retarlo. Ante el menor descuido estaba tratando de treparse a los árboles del patio. Las manitos, toscas, se empapaban de tinta. Las rodillas peladas vivían en el barro. Y las “malas palabras”. ¡Cuántas veces ligó un reto por usar esas frases raras! “No vamos a permitir esta indisciplina en el colegio, aquí me contesta como corresponde o se queda sin recreo una semana”. A veces no llegaba a entenderla bien, sobre todo cuando, por el enojo, la maestra le hablaba rápido, pero conocía de memoria ese tono, ese gesto, esos gritos. Y le venía rápido a la mente la imagen de la regla y el dolor en los deditos. Y se callaba.
Cuando sonaba el timbre, juntaba sus pocos útiles y los guardaba en la bolsita remendada. En la puerta de la escuela lo esperaba el hermano más grande, que le daba un coscorrón por la tardanza y le ganaba, siempre, siempre, la carrera hasta la casa. Recién llegados se pelaban por sacar agua con la bomba; a los dos los fascinaba. Casi siempre ganaba V., pero a veces D. aprovechaba el descuido del otro para robar pan de la canasta y era el primero en meter las manos en el chorro de agua fresca recién estrenada.
Adentro, el comedor-cocina-sala de costura, rebalsaba. La cocinita a kerosén humeaba y las pilas de paquetes de camisas listos para entregar se acumulaban cerca de la puerta. La hermana estaba sentada frente a la máquina de coser, dale que dale, con ese triquitri triquitri constante. La mamá se sentaba al lado y cuando los oía llegar levantaba apenas la vista de los botones y los cuellos que reforzaba a mano. Entre todos trataban de hacer poco ruido porque en la piecita del fondo dormía el tío R. que trabajaba de noche de sereno en una fábrica.
Un rato después llegaba el padre y todos, obedientes, suspendían cualquier tarea para poner la mesa, servir el vino, cortar el pan. El padre se sentaba en la cabecera y era el primero en servirse y el último en levantarse. Suyo era el plato más lleno, la pasta con más sugo. Era el primero en servirse el queso, a la altura del mes en que quedaba. La mamá comía en una sillita al lado, sin sentarse del todo a la mesa, entre el marido por atender y la olla descascarada. Enrollaba los fideos en silencio, mirando el plato concentrada. El marido gritaba un poco y gesticulaba mucho: la comida estaba fredda o las pasta poco asciutta, los chicos hacían ruido o se movían demasiado.
Cuando terminaban de comer, la mamá levantaba los platos y los lavaba en silencio. El padre se acomodaba en su silla, amodorrado, y los chicos se ponían a hacer los deberes. A D. le costaba. Bastante. Y era lo suficientemente ingenuo como para pedir que lo ayudaran.
-Mamá, tengo que escribir oraciones con palabras con eme, ¿sabés alguna? La madre no lo entendió, claro. No podía entenderlo. No podía ayudarlo con sus oraciones en español, pero tampoco en italiano. Nunca había ido a la escuela, no sabía leer ni escribir; nadie le había enseñado. Entonces se quedaba en silencio mientras D. insistía, y leía a duras penas palabras sueltas que le habían dictado. Hasta que el padre se desperezaba, prestaba un poco de atención a la escena y le gritaba en su dialecto más cerrado: ¡¿Qué manera es esa de hablarle a tu madre?! ¡Parla bene, semettila di questo mugghio sformato!, mientras le acomodaba un sopapo que le dejaba el cachete colorado. Y ahí se perdía por completo la tranquilidad de la tarde. El padre empezaba a gritarle a la mujer, a reprocharle que su hijo era un maleducado. Que para qué trabajaba todo el día como un burro para que su propia familia no parara de molestarlo. Y que era una inútil que no podía mantener a un chico callado. Y que esto y que lo otro y lo de más allá. Hasta que cansada de gritos ajenos ella encaraba con los gritos propios y dejaba medio sordo a D. con ¡Hablame bien! y ¡Con quién pensás que estás hablando!, ¡Mirá como hacés poner a tu padre! Y todo en un crescendo hasta el demoledor ¡Maledetta l’anima che ti ha fatto nascere!
D. volvía a sentarse, compungido y enfuruñado. Y apretando con furia el lapicito sobre el cuaderno, copiaba del libro de lectura: Mi mamá me mima; mi mamá me ama.
La buena educación
Publicado por Isa el 5/15/2006
Etiquetas: Había una vez
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