A confesión de partes...

Tengo una amiga que en pocos días se va a Londres por dos meses porque ganó una beca para estudiar y ejercer su profesión, que además es su vocación. Otra que acaba de materializar un proyecto creativo y ambicioso para poner en marcha la suya. Una que lee militantemente libros horrendos para poder dar forma a su tesis. Otra a punto de hacer una inversión tecnológica clave para su carrera y, por qué no, también para la vida. Una que después de mucho esfuerzo, a fuerza de paciencia y de ganas, logró sentirse satisfecha, contenta incluso, con su trabajo. Otra que está esperando un hijo, después de varias etapas previas deseadas para lograrlo.

Yo estoy en el mismo lugar exacto en el que me encontraba hace tres años. Peor incluso. Tres años más vieja y sin trabajo. Tres años más vieja y sin haberme graduado. Tres años más vieja.

Tengo una prima lejana (ay, las familias numerosas) de 23 años que acaba de recibirse de odontóloga. Su papá le está construyendo el consultorio mientras ella está de vacaciones con su novio. Tengo otra entregada con ahínco a ser Esposa y Madre. Y otra, de treintaypico, que no para de recorrer el mundo: las últimas postales llegaron de Marruecos.

Yo estoy en el mismo lugar exacto en el que me encontraba hace tres años. Peor incluso. Ahora sé que logré ubicarme con comodidad en el peor lugar de los dos mundos. En algún momento me descuidé y me alcanzó mi miedo más profundo. A veces digo en broma que pasó mi cuarto de hora para ser niña prodigio. Lo que está detrás de mi sonrisa cuando lo digo es el terror de no haber sabido cómo escapar a mi propia mediocridad.

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