El origen de las especies

Vita tenía dieciocho años, era la mayor de seis hermanos y vivía con sus padres muy en las afueras de un pueblo de montaña. Tenía un noviecito, Rocco, con el que alguna vez había intercambiado esas miradas avergonzadas, tiernas, en el camino entre el monte y el pueblo, cuando la pequeña procesión de hermanos, primos, vecinos y “paisanos” se juntaba para ir a misa. Cuando él se fue a hacer el servicio militar (dos largos años), la incipiente relación siguió por carta, doblemente mediada, no sólo por el papel, sino por la vecina que las traía, le contaba las novedades y la ayudaba a responder: Vita no sabía leer.
Un día, las cartas dejaron de llegar. Las noticias, en cambio, siguieron llegando, junto con los telegramas para varias familias del pueblo. La década del cuarenta apenas comenzaba y la guerra ya se había llevado a un puñado de soldaditos que hasta entonces sólo habían sabido arar la tierra. Fue la primera de muchas veces que Vita vistió de negro.
Pasaron los meses, las lágrimas, los rezos a todos los santos, las noches en vela. La pena no, la pena se quedó, se le hizo carne, se volvió una arruga profunda, un surco seco justo en medio de la frente. Y ella, que nunca había sido linda, ahora además parecía vieja; pecado mortal en ese pueblo perdido entre las piedras. Había que casarla, más pronto que tarde, decidieron las comadres. El candidato era unos años mayor que ella y tenía fama de borracho, pero era uno de los que había vuelto (le dieron pronto la baja porque era el hijo mayor de una madre viuda de guerra, la otra guerra).

Raffaele era muy alto y empilchaba elegante y así, sobrio, le pareció un buen candidato a sus suegros. Vita no tuvo mucho tiempo para pensarlo; poco después preparaban su casamiento. Unos meses más tarde había logrado, por fin, alcanzar su porvenir de pueblo: era una señora casada y la panza redonda le ajustaba el vestido negro.

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