Preferiría hacerlo como ellos...

"(«escribir es intentar saber qué escribiríamos si escribiéramos», decía Marguerite Duras), pues haría falta una vida sin fin para retener un solo pobre segundo del recuerdo, una vida sin fin para arrojar una sola mirada de un segundo a la profundidad del abismo del idioma."

Enrique Vila-Matas, Bartleby y Compañía
"...el que escribe no puede hablar de sí mismo. El que escribe puede hablar de su padre o de sus padres y de sus abuelos, de sus parentescos y genealogías. De modo que esta será una historia de dudas, como todas las historias verdaderas."
Ricardo Piglia, Prisión perpetua

La sabiduría de Bartleby...

Estuve tratando de pensar cuál sería el perfil que me gustaría darle a este espacio. Me doy cuenta de que me cuesta el formato ficcional per sé, no logro evitar cierto componente autobiográfico. No porque mi vida sea especialmente interesante, claro, sino porque siempre pensé que para escribir primero hay que tener algo para decir. Lo que yo tengo para decir aún es poco. Y de hecho, temo que nunca esté del todo preparada para hacerlo. Hace muy poco una persona que admiro mucho me dijo que querer escribir te obliga, necesariamente, a leer más. No sé si alguna vez habré leído lo suficiente como para empezar a escribir. En fín. Aquí estoy, en el “mientras tanto”.

Puedo arrancar con un ejemplo: cuando era chica las “maestras”, raza vil si las hay, me convencieron de que “escribía bien”. Parece que el púber promedio que logra hilvanar más de dos frases con algún dominio de gramática española, un vocabulario de más de 14 términos y sin (demasiados) errores de ortografía, es digno de considerarse un “escritor”. (¡Así estamos!) Pero ojo, a la distancia, todavía soy conciente de que mi “habilidad” siempre estuvo ligada al discurso “científico” o argumentativo o “periodístico”. Lograba sin esfuerzo redactar monografías de cientos de páginas (¡y nunca un copypaste!), informes de investigación, presentaciones varias (algunas llegaron a incluir artefactos experimentales). Con el correr de los años las maestras más vagas descubrieron que tenía alguna capacidad para producir algo parecido a un “editorial”, o breves libelos cargados de buenas intenciones, perfectos para ser leídos en los actos escolares. Sumado a que siempre me destaqué por mi “presencia escénica” (si entendemos esto como un sinónimo de ser alta, de voz grave, y que puedo leer en voz alta con relativa gracia), me impulsaron a “lucirme” en múltiples oportunidades. (Ojo nuevamente, hubo un pasado más pasado en el que actuaba de femme fatal, disfrazada de rumbera con biquini con voladitos y toneladas de maquillaje, pero mi sex appeal terminó alrededor de los 9 años… Después, vía miopía galopante, pasé a ser sin escalas el introvertido “ratón de biblioteca”).

El problema aparecía cuando intentaba escribir ficción. Ahí hasta yo misma, envalentonada por años de mentiras de la “comunidad educativa”, me daba cuenta de que “no me daba”. Recuerdo dos casos que, lo pienso hoy, con el supuesto filtro de los años y la ternura por la infancia y demás, me siguen abochornando. El primero fue el resultado de una tarea escolar que proponía escribir una poesía. Ya planteé el problema de “no tener algo que decir” en prosa, imaginémonos en verso. En una maniobra descarada recuperé el argumento de una canción infantil de recreo, aquella de “Aquel manzano ya no floreció…” y escribí una bazofia pretenciosa titulada “La noche de mi manzano”. Creo que tenía diez años, pero aún hoy lo vivo como una afrenta a la literatura.

El segundo caso es más grave aún, porque ya andaba por los dieciséis… Arrancó como un cuentito, pero en algún momento deliré con la posibilidad de convertirlo en novela corta (a pesar de que siempre me faltó energía para llevar a adelante mis obras… Madano, en cambio, fue una niña prolífica: yo le envidio su talento para la dramaturgia preadolescente, que incluía amores interraciales contra todas las barreras de clase en la Buenos Aires del Virreinato). Era una especie de “María la del barrio”, pero con príncipes y campesinas del sigo XVI (¡!). Me da escalofríos recordarlo. A ver si me explico: ¡Príncipes y princesas! ¡A los dieciséis! Lo confieso sólo como un modo de purgar mis culpas. (Para quienes leyeron Expiación, de McEwan, sería algo como Briony, pero con el agravante de no tener trece años ni haber sido criada en la década del ’30...) Bien, digamos que la historia (inédita, claro) implicaba que el Príncipe (cuyo nombre ya no recuerdo) se enamoraba de la campesina protagonista (cuyo rimbombante nombre desafortunadamente recuerdo, pese a que daría cualquier cosa por no acordame), pero su amor era imposible por los prejuicios de la Corte. (A ver si nos entendemos: ¡Dieciséis!). Como después de un buen rato de dejarme llevar por las descripciones de la bucólica campiña o de lo aterrador de las noches de tormenta me aburrí a mi misma, noté que a mi historia le faltaba “punch” y procedí a intentar incorporarle un poco de sexo, droga y rocanrol, sin éxito, por supuesto. Descubrí así mi talento para diversas formas de elipsis, lítote, reticencia y muy especialmente eufemismos: la verdadera acción ocurría siempre tras las sólidas paredes de la oscura torre del castillo. Nuevamente, con todo el dolor de mi alma, me decido a confesar que la única manera que se me ocurrió para dar a entender que los protagonistas habían mantenido relaciones sexuales fue hacer que, al tiempo, ella descubriera que estaba embarazada. (Pido por favor conciencia de mi honestidad intelectual: ¡Quiero que entiendan que me duele cada letra que tipeo!).

Finalmente no sólo la cosa no prosperaba sino que abandoné totalmente el proyecto, descorazonada, cuando descubrí que mi hermano (que al día de hoy no recuerda las reglas de acentuación, por ejemplo) había escrito un cuentito humorístico por entregas con una sintaxis horrorosa pero que era infinitamente más interesante que mis pobres paginitas de novela rosa.

El Octojuego (como se me canta)

Anda circulando por los blogs una de esas cadenas que solían llegar por mail y que uno prudentemente eliminaba. Parece ser que para ser alguien en el mundo-blog hay que contar ocho cosas sobre uno mismo y obligar a una serie de incautos a hacer lo mismo. A mí me llega de la mano de mi amiga Madano. Y como la quiero, voy a cumplir con el arbitrario encargo de revelar ocho verdades sobre mí. Lo haré, claro, con algunas objeciones de conciencia:

1) Ante todo: ¿no es revelar intracendentes "verdades" sobre uno mismo precisamente el motivo por el que la mayoría (yo misma incluida) sostiene un blog?

2) Acepto hacerlo pura y exclusivamente porque es un pedido de mi Amiga.

3) Contaré ocho verdades, o siete o nueve o las que se me ocurran, sin compromiso de compra.

4) Me niego terminantemente a copiar las "reglas" del juego.

5) De ninguna manera trasmitiré este encargo a otros.

6) Publíquese y archívese.


Pasemos a las confesiones, entonces.

1) Soy incondicional con mis amigos. Llego incluso al extremo de responder arbitrariedades que circulan por internet, vea.

2) Me gusta mucho cocinar. Mucho. Pero sólo para agasajar. Soy capaz de sobrevivir semanas consumiendo tomate, queso, huevos revueltos y atún de lata; sobre todo cuando me canso de cocinar para mi hermano como una abnegada esposa de los años '50. Una cuota importante de mi felicidad cotidiana está asociada a los ingredientes, condimentos y bebidas que logré incorporar a mi hogar, y muy especialmente a las copas de vino que aportó recientemente una amiga-comensal.

3) Desde los 8 a los 13 años llevé un diario (sólo uno). Entre los 13 y los 17 me dediqué a reescribirlo, comentarlo y acotar las diferentes entradas, cada año con un nuevo color. Hasta hace pocos años uno de mis hobbies era releer ese pequeño homenaje personal a la esquizofrenia. Cuando me aburrí, empecé un nuevo ¿mensuario?, esta vez digital: el viejo y querido Word. La etapa uno fue en inglés (la esquizofrenia no me abandona, de hecho la alimenté un par de años con una lacaniana ortodoxa). Durante la etapa dos cambié de idioma, de registro, de motivos temáticos, incluso de enunciación. De ahí, un viaje sin escalas hasta el blog.

4) Soporté crueles burlas de amigas (entre ellas, la ingrata que me encomendó esta misión) por haber sostenido a edad temprana sobre los requerimientos a un posible candidato, cito: "Necesito que me estimule intelectualmente". Hoy acepto que el sintagma puede haber sido desafortunado, pero coincido 100% en mi definición y agrego: reclamo mi derecho a esperar una biblioteca de un porte, al menos, no menor al de la que está en mi posesión. Anécdota ad hoc: desde pequeña admiré la biblioteca del sector ilustrado de mi familia. Tomé algunos libros en préstamo, otros directamente los robé. Desde hace algún tiempo esa biblioteca dejó de parecer amenzante: el porcentaje de leídos aumentó considerablemente y el aumento del intertexto hizo que se redujera drásticamente el porcentaje por leer. Pero más aún, un día tomé conciencia de que era una biblioteca de "bienes gananciales". Adios al vértigo, entonces. Esa biblioteca veinte años mayor no alberga más volúmenes que la mía por dos.

5) Tiendo a comprar zapatos de manera compulsiva. Debo tener más de 20 pares. Lo atribuyo a una necesidad atávica de exhibir mis pies 90-60-90. Mientras que intentar calzarme un jean ha sido una tragedia desde los 14 o 15 años hasta hace poco tiempo (no porque se haya vuelto más sencillo conseguirlos sino porque, finalmente, me he dado por vencida) mis pies son, desde siempre, absolutamente perfectos. No sólo calzo 37 (número cabalístico para la dama occidental), sino que considero, si se me perdona el arranque fetichista, que además son bellos.

6) Amo las películas para gorditas quinceañeras con todo mi corazón de forever gordita quinceañera. Y amo especialmente a Only you, que combina a la perfección todos los clisés del género con un protagónico de (I Love You) Roberto. De hecho, volví a verla hoy.

7) Tengo una curiosa predisposición para la depresión apócrifa. Sin motivo aparente puedo pasar días en pijama, pensando que mi vida vacía no tiene sentido o que me asalte el llanto ante el estímulo más inesperado; para que la menor excusa (un trabajo, una salida con amigas, un llamado telefónico, que el portero me toque el timbre) me inyecte de energía.

8) Corolario de la anterior: lloro mucho. (En honor a la verdad, y afortunadamente, cada vez menos). Pero tengo anécdotas memorables de bochornos públicos (y no tanto) por mi llanto.

9) Corolario de la anterior: Suelo excederme con la honestidad: he llegado a cancelar una salida confesando una visita al dermatólogo por una verruga en la planta del pie.

Lo bueno, si breve, dos veces breve

Sólo para acotar que esta mañana viajé en subte con un señor que durante todo el recorrido silbó concentradísimo el tema de Amarcord. Nino Rota, agradecido.

El zapping nuestro de cada día

¡Qué maravilla! ¡No paran de ocurrírseme categorías! Como siempre, tiene razón Borges:

"...no hay clasificación del mundo que no sea arbitraria y conjetural. La razón es simple: no sabemos qué cosa es el universo."

Jorge Luis Borges, "El idioma analítico de John Wilkins"
Hecha está introducción, procedo. Estaba escribiendo mi excelsa crítica de Sweet Charity con la tele encendida cuando enganché una tanda de canal trece.
-Promo de Son de Fierro: necesito que alguien me explique la transformación definitiva de Martín Fierro en "Guevarita". ¿Para cuando la zunga de leopardo? Por otro lado, ¿alguien puede sostener durante un mísero segundo la duda de María Valenzuela entre el mentado Guevarita y Martín Seefeld?
-Me gustaría destacar una nueva emergencia (y van dosmillonescuatrocientascincuentaicuatromilnovecientasveinticiete) de la maravillosa operatoria de cita absolutamente gratuita (no me canso, no, no). En Patito Feo: cruza una monja, un personaje se la lleva por delante, cuando se da vuelta, ¡es Luisa Kuliok vestida de Sor Piedad! Como si fuera poco, en la escena siguiente la llaman Luisa y le cantan "Atormentaaaaaaaaada por amooooor, mujeeeeer dooolooooor..."
-Ya que hablamos de Patito Feo, me gustaría aclarar que banco a muerte a Antonella, la villana de "La Divinas". Problema mayúsculo del casting: la nena no sólo es más linda sino además mejor actriz y cantante que la protagonista. Y además es mala, mala, malísima y no tiene atenuante alguno: no es, a la vez, un poco tonta (como sí sucede con su madre, delicioso personaje interpretado por Gloria Carrá); no es, a la vez, sufrida o resentida. No, no. Es m-a-l-a, y le gusta serlo. Por otro lado, alguien debería haberle aclarado a la producción de Ideas del Sur que Patito Feo no puede pertenecer a una bandita llamada "Las populares". Asumo que pensaron en "popular" como "del pueblo", pero ¡cuánto intertexto les falta en historias de banditas en la escuela!

Yo te ví: Sweet Charity

El sábado, gracias a la generosidad de mi amiga Lala [gracias a la generosidad de su hermana Mampu (gracias a la generosidad de los productores desesperados por la ausencia de público)], pude concurrir gratarola a ver la comedia musical que consagró a Florencia Peña.

Me gustaría apuntar, ante todo, que desde el perdón otorgado a Natalia Oreiro gracias a Sos mi vida, Florencia Peña es reina indiscutida de mi título personal de "persona no grata por imbancabilidad televisiva", basado, como fue en su momento con la Oreiro, a ciertas desaveniencias en la valoración de su trabajo y su talento. Para decirlo claramente: no soporto a las figuritas que de pronto están convencidas de haber alcanzado El Éxito, El Merecido Reconocimiento de sus Dotes Actorales, un maravilloso Idilio con El Público y la conquista de La Crítica, cuando objetivamente (es decir: lo que a mi me parece, por supuesto) son el mismo desastre de siempre oculto tras un extraño fenómeno metadiscursivo.

Dicho esto, que contribuye a aclarar mi ánimo que, se sabe, es dado a dejarse llevar libremente por los prejuicios, puedo proceder al destripamiento de la obra en sí.

Ante todo, debo decir que la obra me gustó (con las salvedades del caso, claro).

Destaco especialmente a las dos amigas de Charity del Fandango, dos verdaderas artistas del teatro musical: voces atractivas, con buenos registros, colores interesantes, por supuesto, afinadísimas, pero además con una buena interpretación actoral y una plasticidad en los movimientos que cerraban un combo excepcional. El cuadro del staff completo de las chicas del burdel: pluscuamperfecto.

La puesta está muy bien: el diseño de iluminación es fantástico, tiene interesantes desiciones estéticas en la planta escenográfica y el vestuario, el sonido es muy prolijo y la orquesta, impecable. Dicen "los que saben" (encarnados en mi amiga cinéfila amante induscutida del "musical") que, sin embargo, queda demasiado pegada a la versión hollywoodense.

Y la obra crece en interés, comicidad y ternura cuando aparece el atribulado Oscar que compone Nicolás Scarpino. (Nuevamente, "los que saben" no coinciden necesariamente con esta apreciación, pero a mí Nicolás Scarpino me cae veinticinco puntos, vea, a pesar de qué, reconozco, su voz esté lejos de ser perfecta).

Para mi gusto la obra adolece de un problema frecuente de las adaptaciones: no puede tomar la desición de adoptar una variante del español. Pasea de aquí para allá del "tú", al "tí" y al "vos", incluso en un mismo parlamento. ¿Por qué si arranca con un "Ey, vos, playbloy", remedo de aquel "Hey, Big Spender", tiene que derrapar con esos "me amas", "tienes" y demases? Pero además, ¿por qué si se toma el trabajo de adaptar algunas cosas le hace repetir a Charity tres veces tres que fue a comprar a "Blummingdales"?

Apuntado todo esto, puedo proceder a despanzurrar a algunos intérpretes, la verdadera razón de esta crítica, por supuesto. Ante todo, vale aclarar que el desempeño de Peña es menos aterrador de lo que suponía: canta y baila con relativa soltura. Ergo: no desafina compulsivamente, no es un monumento al espástico. Para mi gusto, sin embargo, para bailar le falta gracia, "empeine y desplazamiento" (¡Moria tiene razón!). Para cantar, en cambio, no hay mucho que pueda hacer: tiene una voz decididamente desagradable, agravada por el tono irritante que utiliza para transmitir la inocencia, la ingenuidad algo ilusa de Charity. Con respecto a la actuación, hace gala de todos sus clichés, sus mohines, sus tonos esperpénticos de "Moni Argento". En fín, se trata verdaderamente de la consagración de Florencia Peña.

Pero dejo para el final la cereza de la copa Melba de mi ranking de imprecación: Señoras y Señores, con ustedes, Dieguito Ramos. Ante todo, ¿quién fue el genio que le marcó el tono al muchacho? Porque hace de ese galán italiano a lo Valentino con un acento que vira de Barrio Parque a Gerli pasando por Claromecó, pero de italiano, nada. Lo más gracioso es que va y viene, en oleadas, sin solución de continuidad. De todos modos, eso es nada comparado con los breves minutos (que se hacen eteeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeeernos) en los que constata la irreparable ausencia de Melpómene y trata de "cantar". No se me ocurre manera más gráfica de describirlo que esta: es como limpiarse las orejas con un cotonete de papel de lija.

En síntesis, mi interpretación del éxito de la obra que ya no logran sostener se basa en esta descripción. Es posible que, cual profesía autocumplida, hayan partido de personajes reconocidos, abrocomillas populares cierrocomillas para atraer masivamente al público a un género que no es necesariamente popular en Buenos Aires (exceptuando los momentos más álgidos de la dupla Cibrián-Mahler).

Se me ocurre que la dificultad para sostener el éxito es precisamente la causa de otros: el boca a boca. El problema es que, quizá, el fan de Peña se vea defraudado por la extensión de la obra, por lo acotado (¡felizmente!, acoto yo) de los momentos de spastic, no, perdón, slapstick comedy o la fan de Dieguito sufra porque su querido cruza fugazmente la escena, mientras que el amante del teatro musical debe soportar que los tres protagonistas principales tengan voces mediocres, pero más aún, que la protagonista indiscutida sea una genuina representante de las Queni (¡Moria tiene razón!, again): queni canta, queni baila, queni actúa.

Los otros (y la pura otredad)

"...creo que tengo derecho a poder verme de forma diferente a como me ven los demás, verme como me da la gana verme y no que me obliguen a ser esa persona que los otros han decidido que soy. "

Enrique Vila-Matas, París no se acaba nunca
"Tan común y tan corriente, muchachos, tan jodidamente satisfecho y, sin embargo.., ¿cómo decir..?, tan enteramente en paz consigo mismo, tan conforme con la vida que casi me dio envidia."
Paul Auster, La noche del oráculo
Iba a aprovechar la impunidad de este espacio para denostar a cierta pareja que conozco que en menos de seis meses de relación pasó en vuelo sin escalas de convivir a concebir. Pero, me arrepiento sobre la marcha, todo mi sarcasmo queda descalificado porque, sí, lo confieso, me dan un poco de envidia. Ojo, no quiero convivir (¡mucho menos concebir, dios de dios!), pero me asombra la aptitud de la gente para algo así como la "felicidad". Y mientras tanto uno, acá, adscribiendo a la teoría de que la felicidad es un efecto de sentido, un simulacro. Digo yo, ¿no tendrá razón "la gente"?
PD. Inauguro, en un rapto de generosidad, esto que he dado en llamar "Los otros", epígrafes de gente que siempre lo dice mejor. Hoy, oferta lanzamiento, dos al precio de uno.
PD2. Me descubro irascible y envidiosa, pero para compensar me consuela la soberbia: me congratulo por mis gustos literarios.

PD3. Sabrán disculpar el arranque adolescente del post anterior. Pero de ese gusto también me congratulo.

Emputecimiento computacional

Desde que comenté por aquí mis desgracias computadoriles dos personas cercanas a mis afectos me comunicaron la solidaridad de sus respectivas máquinas con mi equipo maltrecho. Estoy temiendo llegar a la conclusión de que ciertos males informáticos son altamente contagiosos.

En mi caso, puede decirse que está solucionado. Previa intervención de mi amigo "billetín", claro está. Tener computadora funcionando en casa no tiene precio, para todo lo demás existe Mastercard.

Debo confesar que descubrí, a la par, los beneficios de la sociedad de consumo y los azotes del karma por mi inadecuado criterio para la toma de decisiones vinculadas a la compra de bienes ¿durables? de capital.

Luego de la investigación "técnica" que fue en sí misma una tortura (maldigo a Bill Gates y su maldita interfaz amigable para usuarios idiotas, con el agravante en mi caso del diálogo de lega con supuesto "experto" encarnado en mi informático hermano, o "de la imposibilidad de traducción humano/informático"), mi compra terminó siendo influida por la variable: "es sábado, son las ocho de la noche y no me banco un minuto más de laburo en este locutorio infecto". Para amigos del marketing puede traducirse como "compra impulsiva". De hecho intenté una humorada al respecto ante el señor vendedor, forzando la analogía con la compra de un producto de kiosco. (Lamento decir que en lugar de alfajor, helado, caramelo o cualquier otra golosina que se precie, cometí el error de decir "chupetín", elección paradigmática que disparó asociaciones jocosas del señor vendedor que evidentemente andaba necesitando "afecto", si se me perdona el eufemismo. Compruebo una vez más mi arrollador éxito con los señores vendedores del barrio, especialmente los "maduritos" y poco agraciados).

Retomando: la cuestión es que, en efecto, logré hacerme de una computadora un sábado a las ocho de la noche. El problema fue que el equipo obtenido gracias a las maravillas del capitalismo y la sociedad de consumo por supuesto fallaba. De hecho, más que una falla se trató de un abuso de la metáfora del "avión" aplicada al poderío y la velocidad de la máquina: emitía ruidos dignos de una turbina de 747 amplificada. Sólo después de 2 (dos) cambios en el transcurso de una semana logré hacerme de un equipo con un nivel de ruido humanamente tolerable, pero lo suficientemente audible como para recordarme (pegadito a mi sufriente tímpano) que la disponibilidad de entrega inmediata, incluso un sábado a las ocho de la noche, no es un motivo válido para una compra semejante.

En resumen, finalmente tengo computadora pero hace ruido y para colmo tiene como sistema operativo el maravishoso "Vista", diseño último modelo del amigo Bill, que es más incómodo que el XP, pero lleno de dibujitos... De todos modos, de entre todos los chirimbolos inconducentes que le incluyeron para justificar el negocio de la obsolescencia tecnológica, rescato los post-it virtuales que se puede agregar a la pantalla. ¡Lo que voy a ahorrar en la librería!

Hecha esta introducción voy a la verdadera pregunta de este post...

¿Cuándo se supone que voy a recuperar el tiempo perdido en la compra-instalación-desinstalación-cambio-instalación-desinstalación-cambio-instalación y la posterior migración de tooooooda la información backupeada, recuperada, parcialmente perdida o encontrada que uno tiene en la pc y que ahora tengo dispersa en múltiples cds, dvds, memorias usb y varias cuentas de mail para que el artefacto proceda a "simplificarme" la vida?